Y no se equivocó.
Fue en una de esas charlas escritas que duran horas y más
aún, duran días, años. Es que las charlas no deberían poder releerse.
Yo prefiero las respuestas de las charlas con la boca y los oídos,
con los gestos y miradas. Me parecen más genuinas.
Espontaneas.
Así era yo con él. Espontanea. Y me gustaba. (Si, él
también).
Tal vez los cuatro pares de años que me llevaba, me habían
firmado el permiso de vivir con la espontaneidad de un niño, esa que transforma
la cara cuando algo no le gusta y no finge gestos, simplemente expresa.
Tal vez logré desenterrar una parte de él que había quedado
olvidada por los años, la vida y el opuesto.
Tal vez hice que reviviera esa sonrisa de aquellos años que lo encontraron con
una melena larga hasta pasados los hombros.
(Si, mi espontaneidad me había dado permiso para reírme
durante 63 minutos el día que me mostró esa foto).
Así que ahora el señor con corte de maquinita en 3, reía con
la calidad de sus años de chapas largas.
No es quiera sacar a relucir mi hazaña (ni mucho menos) pero
me gusta enamorarme de sonrisas y la de él fue poco a poco modificando mi
estómago.
Éramos raros (para algunos). Yo prefiero definirnos “especiales”.
Nuestro único veedor juraba que estábamos locos, y que mi
locura había enamorado a su locura que seducía sin esfuerzo a la mía, pero no
éramos el caso de un roto para un descosido, no. Éramos, más bien, el bordado
de la inicial de un nombre para un par de medias (o algo así).
A veces charlábamos con las palabras. Dichas o escritas.
(Él me decía muchas más cosas escritas que dichas. Le salía así).
Yo me turnaba. Prefería decirle un montón de cosas sin palabras. Ni dichas, ni escritas.
(Él me decía muchas más cosas escritas que dichas. Le salía así).
Yo me turnaba. Prefería decirle un montón de cosas sin palabras. Ni dichas, ni escritas.
No me acuerdo cómo empezó esa charla. Seguramente con alguno
de mis sueños con los ojos abiertos. (Le fascinaban esos cuentos.) Parecía un
chico, más chico aún que yo con mi espontaneidad. Me hacía preguntas todo el
tiempo. Me hacía preguntas con respuestas que todavía no había soñado. Pero me
gustaba contestárselas, así que cerraba los ojos (porque soñar con los ojos
cerrados es mucho más fácil) y le contestaba lo que para mí podía, algún día,
darme un escalofrío o hacerme sentir eso que recorre tu cuerpo cuando pasas por
la entrada a Gral. Paz (mano Riachuelo) saliendo de la Panamericana.
Así pasábamos horas y horas. La mayoría de madrugada. Muchas
en el agua. Otras tantas en la ruta. Eran sueños de viajeros, pero él no los
entendía. Sólo le gustaba escucharme, mirarme, leerme y acompañarme en mis
aventuras mentales.
Un día, un (*) viejo amor, me dijo que admiraba mi corazón
viajero.
(*) mi
No lo entendí. Y en esa charla que duró horas me contó cosas
de mí que nunca había pensado.
Habló de mi amor a la ruta, al camino; de mis sensaciones parecidas a las de llegar lo más alto que da la hamaca cuando hablaba de viajar; de esa sensación de querer conocer todo en un lugar desconocido y creer que una noche con una guitarra y una botella de vino en una plaza vacía de un pueblo fantasma puede generarte cosas más lindas que los que algunos llaman los mejores momentos de su vida.
Habló de mi amor a la ruta, al camino; de mis sensaciones parecidas a las de llegar lo más alto que da la hamaca cuando hablaba de viajar; de esa sensación de querer conocer todo en un lugar desconocido y creer que una noche con una guitarra y una botella de vino en una plaza vacía de un pueblo fantasma puede generarte cosas más lindas que los que algunos llaman los mejores momentos de su vida.
Ese día me di cuenta de tres cosas.
Por primera vez vi su miedo. Sentí a la distancia su mano
transpirada. No podía apreciar lo mismo que yo y por eso no se animaba a viajar
conmigo.
La otra fue que viajar para mi, era como mirar al ras del
mar y descubrirse sintiendo, mientras se contempla el mundo desde otro punto de
vista. El punto de vista ideal. (Uno de los que, por lo menos a mí, más me
gusta).
Y la tercera, fue entender que este corazón viajero, ya no
iba a tomar mate en una YPF de la ruta 40 con ese chico pacientemente
impaciente, que llevaba todos los colores que del mundo me gustaban en esos
ojos a los que me encantaba contarle cuentos en silencio y sin parpadear.
A ese viejo amor,
Las direcciones del alma
siempre están en la mochila de un viajero.
No se pierden.
No pesan.
No molestan.
No son fotos. Son recuerdos,
que por más detalle con el que fueran contados
solo alimentan la sonrisa del que lo vivió y lo recuerda
y a veces nos encuentra riendo solos y a carcajadas
que para el resto son locuras,
pero para mí son las notas que marcan el ritmo de la pasión.
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