Eran las 19:43 en su ventana. La misma ventana que lo hacía
feliz desde hacía 12 años. De lunes a viernes, desde el primer mate hasta ser
una de las últimas luces encendidas del edificio. Edificio con vista al dique 4
de Puerto Madero.
Era pasada la medianoche en la ventana que la había conquistado
hacía poco menos de una década. Ventana desde la que, a lo lejos, y gracias a
que el resto de la ciudad dormía, se divisaba la punta de esa torre de metal.
Su mac encendida dejaba escuchar algunos viejos discos de Zaz. La línea 42 del
procesador de textos seguía igual que hacía 37 minutos, sin dejar de ser la
línea 42.
Estaban haciendo lo mismo. Como ese 5 de junio en el que
decidieron sin decirse, ser extraños que sabían todo del otro.
Una brisa primaveral poco común para la ciudad lo trajo un
instante a su ventana. Lo imagino mirando el dique 4.
La torre se apagó. La ciudad dormía. Ella jugaba con un insomnio que la
perseguía como, el 3 de septiembre diez años atrás, los guardias del metro de
esa misma ciudad.
En el edificio sólo quedaba encendida su luz. Sacó un pasaje
y no preguntó la dirección.
El tiempo los dejó encontrarse.
Tomaron un mate mirando la torre.
Un vino. Tal vez dos (o tres).
Se besaron en el dique 4.
Ella se había aburrido del amor francés.