Mi cuerpo me demostró que existen.
En esta realidad, existen. En esta y en todas.
Pero en esta los vemos, los sentimos, los
podemos tocar y en otras no.
Entonces empezamos a descubrir que hay cosas
que a menudo interrumpen en nuestra realidad pero que no pertenecen.
Todas esas cosas que simulan tener un límite
pero cuando intentamos alcanzarlas se vuelven infinitas. Entonces empiezo a
creer que todo lo que está en mi realidad no es real.
Hay otra realidad que intenta invitarnos a
conocer su mundo. Nos pone cosas delante de nuestros ojos. Nos pone un
horizonte. Quiere tentarnos. Nos muestra un arcoíris. Porque cuando uno conoce
las opciones, puede elegir. (Dicen)
Nos presenta cosas simples que creemos son de
acá, pero no.
Nuestra realidad tiene límites.
De chica me sentaba en la orilla de un mar,
marrón y revuelto, que con los años se fue poniendo más frío o por lo menos yo
lo siento así.
Me sentaba y observaba esa línea que se hacía
la guapa poniéndose lejos. Que algunos días, en los que el cielo y el mar
compartían su color en la escala cromática, se perdía, se escondía hasta que
alguien anunciaba el “piedra libre para todos los compas”. Ahí volvía para
encontrarse conmigo. Con mi yo que juraba tocarla un día.
Sabía nadar, era cuestión de entrenar un poco.
Parecía lejos, pero seguro no era tanto.
Los días que el sol picaba en mi piel, con
algunas pecas que para esa altura me resultaban sexys, me metía en el mar y como
sabía nadar no me daba miedo ir un poco más allá, más cerca de ella. Pero ella
me rechazaba sin ningún tipo de explicación. Tres brazadas mías, eran tres
brazadas de ella. Las dos hacia la misma dirección. Quizá desde donde estaba
ella se veía algo que ella también quería alcanzar.
Poco a poco fui perdiendo ese brillito en los
ojos que tenemos de chicos. Y con él, todo lo que eso significa. Pegué un
poster de los Hansons en la pared de mi cuarto y empecé a pensar que nunca
nadie llegaría al horizonte.
Mi línea se volvió vulgar, estaba ahí, como lo
estaban el mar de un lado y las montañas del otro. Como lo estaba el edificio
de la esquina de la calle Del Carril y las cortinas naranjas con flores
(espantosas) de la vecina del tercero (por mis cálculos y predicciones) del tercero “B”.
Ya no creía en el horizonte, ya no me
interesaba dedicarle tiempo y asombro a los señores de galeras negras que
intentaban entretener a los mortales en los cumpleaños infantiles.
Engaños. Adivinaban la carta porque la habían visto. O porque se sabían el
orden del mazo. O porque habían arreglado antes con el sujeto al que harían
pasar al frente.
Pasaron algunos otoños.
Saqué el poster de los Hansons. Fui por decimoctava vez de vacaciones a la
playa. A decir verdad, el poster había quedado colgado en la pared y nadie, ni
siquiera yo que lo había colgado, notaba su presencia.
El día estaba lindo y el sol duró hasta
bastante tarde. El viento no molestaba, acompañaba. La playa se fue vaciando
poco a poco y sin quererlo quedamos frente a frente, como en los viejos
tiempos.
No le di bola, y seguí jugando con la arena
que mojada formaba torres sobre mis rodillas y desaparecía con la llegada de
cada ola.
No pude resistir volver a mirarla. Volver a
pensarla. Volver a imaginarme a su lado.
Me conquistó. Me volvió el brillo a los ojos.
Se despertó esa sensación de intriga que de chico te vaga por el cuerpo entero.
Y volví a obnubilarme con el horizonte y los magos. Con el arcoíris y las
tormentas de los días en los que el día se vuelve noche pero no sale la luna.
Entendí que no es cuestión de creer. Es
cuestión de sentir.
Es cuestión de convivir con un 10 de corazones
saliendo de la manga derecha de un señor de galera, es un grano de maíz
convirtiéndose en una pequeña nube al alcance de nuestras manos. Es batir y
hacer espuma. Son lágrimas empapando una sonrisa. Es sorpresa. Es volver a
sentir como cuando éramos chicos y un algodón de azúcar era fucsia, se deshacía
en la boca y nos provocaba una sed de desierto. Es entender que si cerramos y
abrimos los ojos, ya estamos viendo distinto.