“Los años pasan y nos vamos poniendo pendejos”



Treintañeros.

Ellos. Ellos se van poniendo pendejos.

Yo no. Todavía estoy lejos de los 30 y, además, no tengo pito (aunque a veces desearía tenerlo).

Me cuesta entender que la fruta caída vuelva a colgar del árbol.

La primera vez que lo vi me sorprendí, pero visto desde afuera lo reduje a intentar entenderlo. Como me afectaba indirectamente creo que lo logré.

Después me pasó a mí. Volví a estudiar todos los puntos.

Repasé.

Resalté.

Resumí y concluí:

“PENDEJOS”.


Al final era mejor a los 15. Cuando eran pendejos de verdad y estaban avalados por la vida misma. 

Ahora 15 años después la ecuación es un poco más preocupante.

Indignante, mejor.

Aunque es una mezcla de indignación y frustración.


¿Pasa algo mágico en los 7 años que nos separan?

¿Algo que se descubre a las 30 primaveras y de lo que no se puede hablar con nadie?


No. No me hago la madura, sólo intento ser realista. La fruta una vez caída se come o se pudre. No vuelve a colgar del árbol. (Creo que viéndolo así no entra en discusión ¿no?)

Me molestaría menos que se pudra.

Sería lo natural.
Sería simple de aceptar porque la naturaleza es sabia, dicen.

Pero últimamente veo mucha cama elástica abajo de los árboles. Mucha fruta que cae de madura y plin plan plum rebote y arriba.

Aburren.

Acepten que su tiempo colgaditos de la rama terminó.

Un día se va a caer la rama.

Eso pienso que va a pasar.

Se les va a caer la rama.



Mientras tanto: río, lloro, puteo y vivo anonadada de que haya tanta figurita repetida.



El día que casi me muero

Estuve por morir más de una vez. Se ve que no era mi hora y menos mal porque tengo ganas de vivir un rato más. Un rato largo más. No sé por qué. Siempre se me cruza esa idea poco maniobrable de pasar los 100 y todos dicen que estoy loca, que es al pedo, que para qué.  Y yo no sé, cuando los pase te digo. Mientras tanto esbozo una sonrisa cada vez que me descubro un lunar rojo. Según la teoría de uno de mis primos, todas las personas que tienen lunares rojos viven muchos años.


Una vez casi incendio la casa. Mi casa. Toda entera. Tal vez fue una de las tantas veces que pensé “casi me muero”. Pero no. Yo tendría alrededor de 12. Era buena para algunas cosas en la cocina. Limpiar no me gustaba. Prefería lavar a secar y en cuanto la ropa, podía lavar (pero no lo hacía) y me gustaba usar la ropa planchada. Lisa y prolija como la deja mi mamá.
En mi casa, en una época, ya no, se planchaban hasta los pijamas. Si, en mi casa se usa pijama. Creo que si algún día hago un pijama party puedo prestarle un pijama a cada uno de mis invitados. En este sentido, digo, hablando de usar pijamas, yo soy la rebelde de la casa. Tengo cerca de 10 de verano y unos 4 de invierno. A eso le sumamos unas 6 o 7 remeras de tamaño extraordinario que mi madre quisiera tirar, pero después de la semana que pasamos la vez que me tiró las Topper blancas no creo que lo haga, y unas 3 musculosas viejas. Todo esto da un total de 41 prendas (entre pantalones y remeras) de todos los colores, estampados, texturas, formas y tamaños que te puedas imaginar. 41 prendas que alterno entre sí, haciendo que el conjunto del pijama muera cada noche. Todas las noches.
El día que casi incendio mi casa, estaba en la cocina. Había desplegado la tabla de planchar y estaba dispuesta a dejar mis prendas tan lisas como las deja mi mamá. Enchufé la plancha, y me dispuse a elegir qué planchar. Y planché. Y la primer remera me quedó bastante bien. No era la primera vez que planchaba, por lo que la situación no tenía ni estaba dejando en mi, ningún sentimiento de grosisitud. Planché dos, tres, cuatro. Empezaba a impregnarse en el aire un olorcito a quemado que no provenía de mi ropa. Miré la olla que hacía burbujas con el calor de la hornalla. Tampoco venía de ahí el olor. Supongo que mi mente me llevó a pensar a que venía de afuera y seguí planchando. Seguí. Seguí y el olor ya no parecía de afuera. Recuerdo a mi madre entrando corriendo a la cocina, sorprendida por el olor que rondaba en el aire, que había ido invadiendo de a poco todos los ambientes de la casa. Recuerdo el grito que me pegó. Yo le dije que eso no se hacía, que casi me hacía tirar la plancha, la tabla, la ropa, la olla. Todo. Sí, yo había decidido planchar al lado del horno. Del horno y la hornalla. “Era el enchufe que estaba libre” me justifiqué en ese momento. (Además ella también planchaba en ese lugar, a veces). La diferencia era que no lo hacía con la hornalla prendida y con el cable de la plancha por encima del pequeño fogón azul naranja que hacía burbujear la olla.
El cable blanco de mi plancha estaba marrón carbón, en una maniobra inspirada por el grito de mi madre desenchufé la plancha. Casi. Casi que el fuego llega al cable interno y de ahí en adelante hubiéramos visto la magia de fuegos artificiales en la cocina. Casi.
Casi que no recuerdo cuántas veces más planché en mi vida. Pero de esto, me doy cuenta hoy, que decidí contarles que una vez casi incendió mi casa. Y hoy, en mi casa ya nadie plancha los pijamas, pero yo no plancho nada. Uso la ropa así, tal cual me la devuelve el tender. Mi mamá también dice que no puedo salir así a la calle… Pero los padres dicen tantas cosas, que a veces queman.


Después de este suceso, 5 años después exactamente. Yo tenía 17 y estaba en una fiesta de egresados. En Pacha. Boliche del que, aunque sea 31 de Enero, cuando salís hace frío. Pero mi casi muerte fue antes de salir. Me encontraba bailando en el pozo, más conocido como la pileta, la parte baja del boliche, la pista. Y de repente una catarata blanca empezó a caer sobre mi cabeza. Los pendejos de 17 años se excitan demasiado rápido, así que en menos de 3 segundos tenía 300 monos alrededor saltando como si cayera oro del cielo. Lejos estábamos de eso. Caía espuma y del techo. Mis amigas se habían evaporado tan rápido como los monos habían llegado. Así que estaba sola debajo de un chorro de espuma que caía justo arriba mío. A esta altura de mi vida ya había aprendido que si estás cerca de un pogo lo mejor es saltar y moverse a la par. Es el único movimiento que te mantiene con vida. Lo que nadie me había enseñado era qué hacer cuando el inoperante que maneja el cañón de nieve de un boliche no se da cuenta que la nieve empieza a sobrepasar la altura de los que, hasta ese momento, disfrutaban una fiesta. El pogo me fue llevando, la nieve falsa me fue tapando y yo me fui ahogando. Poco a poco. Cada tanto escuchaba un “perdí mi zapatilla”. Cada tanto un vivo de los de metro noventa (esos que todavía respiraban felices) tocaba cosas que no tenía que tocar. Cada tanto levantaba mi mano a ver si algún marinero se dignaba a rescatarme, dispuesta a pagar el precio de caer en manos de un barco pirata. Recuerdo haberme preocupado bastante en el momento exacto en el que sentí que no podía salir, no podía respirar y los monos seguían saltando como si todos estuviéramos pasándola bien. En ese momento dije, me mueee… pero no. De repente, no sé de dónde, no sé el nombre, no me acuerdo de la cara, apareció una mano. De la mano si me acuerdo, era linda, un buen brazo, camisa cuadrillé en los tonos azul-celeste. Cuadros grandes. Esa mano, conectó con mi mano. Traccionó para arriba y me elevó por encima de la espuma y de algunos otros futuros cadáveres. Recuerdo lo placentero que fue sentir la brisa de la libertad en los pulmones, aún sin ver a mi alrededor la sentía. En esa época de mi vida (como en todas las épocas de mi vida), tampoco era una pluma, así que no entiendo muy bien cómo hizo ese brazo para salvarme la vida. Después esa mano me sacó la espuma de los ojos y pude ver. Ahora respiraba y veía. Detecté a mis amigas, en el escalón que separa la pileta del piso a altura normal, agradecí al muchacho de camisa cuadrillé y me fui con otro “casi me muero” firmado por mi vida.



Tengo otros pagaré firmados con la parca, pero tengo más de 11 lunares rojos descubiertos hasta el día de hoy.
Hoy. El único que al fin de cuentas, cuenta.






Martin Pescador


Año 1995 y todo era más fácil.

Ibas al colegio, porque tenías que ir al colegio.

No era una elección.

La seño era una suerte de “el que toca, toca, la cuchara loca”. Y tocó la loca.

Por suerte a esa altura de mi vida la inteligencia era uno de los rasgos que me acompañaban así que rápidamente comprendí y puse en práctica el ABC y con más menos horas dedicadas (muchísimo más menos que más) pasé el colegio como quien diría “de taquito”.

Me considero una buena receta.

Buenas dosis.  

En esa época el mayor conflicto que tenía era elegir frutilla o chocolate en el Martín Pescador. Me
gustaban los dos.

¿Por qué hay que elegir uno o el otro?

Pero entonces uno se da cuenta que la vida está perfectamente diseñada.

Todo empieza con un gusto de helado, simple (supuestamente).

Y a medida que avanzamos las opciones remiten a cosas mucho más interesantes, pero las elecciones delimitan caminos. Y a decir verdad, hasta que no te metés y recorrés un camino no sabés si vas a encontrar frutillas.

Desde la punta se ve poco. (Y encima yo no veo de lejos)

Pero en la punta hay que elegir.


Adrenalina. Ese vientito que te recorre de punta a punta el cuerpo y te hace sentir que estás viva.

Calculo que si de chica me hubieran gustado menos gustos de helado, hoy no me costaría tanto elegir.

Calculo que igual, la vida de los que siempre piden dulce de leche debe ser aburrida.


Derecho e izquierdo a combate cada vez que hay más de una opción.
Menos mal que alguien decidió por todos el tema de “b” y “v”. Sino la brisa de la adrenalina sería un huracán. Y a veces aburre vivir siempre en el medio de una tormenta: la naturaleza es sabia (dicen) por eso siempre que llueve para. A veces llueve más, si.


No sé cuál fue la vez que más tardé en una heladería.
Lo admito, a veces me cuelgo mirando el cartel, descubriendo gustos nuevos o mal escritos, recordando aventuras con mi predilecta menta granizada, o asumiendo que tengo que eliminar un gusto porque tres está bien, pero cuatro es demasiado.


No hay como sentirse satisfecho con un helado bien pedido.

Por eso a veces está bien detener el tiempo del heladero y pensar que querés.

(Cada tanto te toca uno que te deja probar, pero son los menos y cuando no, te la tenés que jugar.)

A veces no era lo que esperabas, a veces prometes no volver nunca más a esa heladería (a veces no cumplís tu promesa), a veces anhelas justo el gusto que no tienen, a veces comparás el helado con el de otras heladerías, a veces es solo un antojo, a veces es necesario, a  veces es un premio y a veces se derrite.

A veces te das cuenta que hace mucho que no pedís crema del cielo.

A veces cucurucho, a veces cuarto.

Y no, es en vano que le preguntes al que tenés al lado que se pide, siempre te terminás pidiendo lo que vos querés.

Es tu helado.



A los que piden el cuarto solo de chocolate:
Prueben ampliar la paleta de colores.


A los que optan siempre por gustos raros:
Cada tanto hay que meter un básico.


A los que piden más de tres gustos:
Disfruten el presente, ya va a haber otros helados.


A los que se cuelgan mirando el cartel:
Ojo que no les cierre la heladería.




¿Vamos a tomar un helado?





Me lo dijo un viejo amor


Y no se equivocó.


Fue en una de esas charlas escritas que duran horas y más aún, duran días, años. Es que las charlas no deberían poder releerse.


Yo prefiero las respuestas de las charlas con la boca y los oídos, con los gestos y miradas. Me parecen más genuinas.

Espontaneas.


Así era yo con él. Espontanea. Y me gustaba. (Si, él también).

Tal vez los cuatro pares de años que me llevaba, me habían firmado el permiso de vivir con la espontaneidad de un niño, esa que transforma la cara cuando algo no le gusta y no finge gestos, simplemente expresa.

Tal vez logré desenterrar una parte de él que había quedado olvidada por los años, la vida y el opuesto.
Tal vez hice que reviviera esa sonrisa de aquellos años que lo encontraron con una melena larga hasta pasados los hombros.

(Si, mi espontaneidad me había dado permiso para reírme durante 63 minutos el día que me mostró esa foto).

Así que ahora el señor con corte de maquinita en 3, reía con la calidad de sus años de chapas largas.

No es quiera sacar a relucir mi hazaña (ni mucho menos) pero me gusta enamorarme de sonrisas y la de él fue poco a poco modificando mi estómago.


Éramos raros (para algunos). Yo prefiero definirnos “especiales”.
Nuestro único veedor juraba que estábamos locos, y que mi locura había enamorado a su locura que seducía sin esfuerzo a la mía, pero no éramos el caso de un roto para un descosido, no. Éramos, más bien, el bordado de la inicial de un nombre para un par de medias (o algo así).

A veces charlábamos con las palabras. Dichas o escritas.
(Él me decía muchas más cosas escritas que dichas. Le salía así).
Yo me turnaba. Prefería decirle un montón de cosas sin palabras. Ni dichas, ni escritas.


No me acuerdo cómo empezó esa charla. Seguramente con alguno de mis sueños con los ojos abiertos. (Le fascinaban esos cuentos.) Parecía un chico, más chico aún que yo con mi espontaneidad. Me hacía preguntas todo el tiempo. Me hacía preguntas con respuestas que todavía no había soñado. Pero me gustaba contestárselas, así que cerraba los ojos (porque soñar con los ojos cerrados es mucho más fácil) y le contestaba lo que para mí podía, algún día, darme un escalofrío o hacerme sentir eso que recorre tu cuerpo cuando pasas por la entrada a Gral. Paz (mano Riachuelo) saliendo de la Panamericana.

Así pasábamos horas y horas. La mayoría de madrugada. Muchas en el agua. Otras tantas en la ruta. Eran sueños de viajeros, pero él no los entendía. Sólo le gustaba escucharme, mirarme, leerme y acompañarme en mis aventuras mentales.


Un día, un (*) viejo amor, me dijo que admiraba mi corazón viajero.
(*) mi

No lo entendí. Y en esa charla que duró horas me contó cosas de mí que nunca había pensado.
Habló de mi amor a la ruta, al camino; de mis sensaciones parecidas a las de llegar lo más alto que da la hamaca cuando hablaba de viajar; de esa sensación de querer conocer todo en un lugar desconocido y creer que una noche con una guitarra y una botella de vino en una plaza vacía de un pueblo fantasma puede generarte cosas más lindas que los que algunos llaman los mejores momentos de su vida.


Ese día me di cuenta de tres cosas.

Por primera vez vi su miedo. Sentí a la distancia su mano transpirada. No podía apreciar lo mismo que yo y por eso no se animaba a viajar conmigo.

La otra fue que viajar para mi, era como mirar al ras del mar y descubrirse sintiendo, mientras se contempla el mundo desde otro punto de vista. El punto de vista ideal. (Uno de los que, por lo menos a mí, más me gusta).

Y la tercera, fue entender que este corazón viajero, ya no iba a tomar mate en una YPF de la ruta 40 con ese chico pacientemente impaciente, que llevaba todos los colores que del mundo me gustaban en esos ojos a los que me encantaba contarle cuentos en silencio y sin parpadear.




A ese viejo amor,

Las direcciones del alma
siempre están en la mochila de un viajero.

No se pierden.
No pesan.
No molestan.
No son fotos. Son recuerdos,
que por más detalle con el que fueran contados
solo alimentan la sonrisa del que lo vivió y lo recuerda
y a veces nos encuentra riendo solos y a carcajadas
que para el resto son locuras,
pero para mí son las notas que marcan el ritmo de la pasión.