El sonido era constante y no todos eran conscientes de su existencia. Mis oídos ya se habían acostumbrado y no era algo que llegara a perturbar mi mente.
Nos encontramos en el medio del huracán, nos alarmó uno de los del lugar. Y la gente del lugar conoce cada síntoma como si se tratara de haber descubierto el lugar donde poner la hebilla que sujeta esos tres pelos que por culpa del remolino tiran para el otro lado y haber repetido la acción por casi 40 años. Mañana tras mañana y reacomodándola a media tarde mientras la pava espera silbar para acompañar a la señora que se levanta de la siesta. Si, la misma y exacta siesta, 365 días durante 40 años. Ni un día más, ni un día menos. Ni un minuto más, ni un minuto menos.
Entonces sonó más fuerte que nunca. Lo sentimos todos los que estábamos ahí.
El huracán sigue ahí. La gente del lugar aprendió que siempre va a ser así y nunca se va a ir. Aprendió que es más fácil informar a los escasos visitantes que intentar deshacerse de él.
[bondiola IX] Nadie escucha las conversaciones de los otros en el colectivo. Ah! y tampoco leen el diario del de al lado.
No podía mantenerse del todo bien. Quizá por los años o por el vaiven del colectivo. Sacó su teléfono y esperó unos segundos hasta que una nenita lo atendió. Haciéndose el simpático le pidió hablar con el que sería la victima de esa noche. Le hablaba cariñosamente, como si un nene de esa edad no pudiera entender el idioma.
Todos lo escucharon pero nadie se hizo cargo de aquellos deseos perversos. Una señora sentada frente a mi ululaba y gesticulaba cual paloma que no sabe expresarse.
La violación al menor era un hecho. Los fideos existieron. Estaban ricos.
Todos lo escucharon pero nadie se hizo cargo de aquellos deseos perversos. Una señora sentada frente a mi ululaba y gesticulaba cual paloma que no sabe expresarse.
La violación al menor era un hecho. Los fideos existieron. Estaban ricos.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)