El día que casi me muero

Estuve por morir más de una vez. Se ve que no era mi hora y menos mal porque tengo ganas de vivir un rato más. Un rato largo más. No sé por qué. Siempre se me cruza esa idea poco maniobrable de pasar los 100 y todos dicen que estoy loca, que es al pedo, que para qué.  Y yo no sé, cuando los pase te digo. Mientras tanto esbozo una sonrisa cada vez que me descubro un lunar rojo. Según la teoría de uno de mis primos, todas las personas que tienen lunares rojos viven muchos años.


Una vez casi incendio la casa. Mi casa. Toda entera. Tal vez fue una de las tantas veces que pensé “casi me muero”. Pero no. Yo tendría alrededor de 12. Era buena para algunas cosas en la cocina. Limpiar no me gustaba. Prefería lavar a secar y en cuanto la ropa, podía lavar (pero no lo hacía) y me gustaba usar la ropa planchada. Lisa y prolija como la deja mi mamá.
En mi casa, en una época, ya no, se planchaban hasta los pijamas. Si, en mi casa se usa pijama. Creo que si algún día hago un pijama party puedo prestarle un pijama a cada uno de mis invitados. En este sentido, digo, hablando de usar pijamas, yo soy la rebelde de la casa. Tengo cerca de 10 de verano y unos 4 de invierno. A eso le sumamos unas 6 o 7 remeras de tamaño extraordinario que mi madre quisiera tirar, pero después de la semana que pasamos la vez que me tiró las Topper blancas no creo que lo haga, y unas 3 musculosas viejas. Todo esto da un total de 41 prendas (entre pantalones y remeras) de todos los colores, estampados, texturas, formas y tamaños que te puedas imaginar. 41 prendas que alterno entre sí, haciendo que el conjunto del pijama muera cada noche. Todas las noches.
El día que casi incendio mi casa, estaba en la cocina. Había desplegado la tabla de planchar y estaba dispuesta a dejar mis prendas tan lisas como las deja mi mamá. Enchufé la plancha, y me dispuse a elegir qué planchar. Y planché. Y la primer remera me quedó bastante bien. No era la primera vez que planchaba, por lo que la situación no tenía ni estaba dejando en mi, ningún sentimiento de grosisitud. Planché dos, tres, cuatro. Empezaba a impregnarse en el aire un olorcito a quemado que no provenía de mi ropa. Miré la olla que hacía burbujas con el calor de la hornalla. Tampoco venía de ahí el olor. Supongo que mi mente me llevó a pensar a que venía de afuera y seguí planchando. Seguí. Seguí y el olor ya no parecía de afuera. Recuerdo a mi madre entrando corriendo a la cocina, sorprendida por el olor que rondaba en el aire, que había ido invadiendo de a poco todos los ambientes de la casa. Recuerdo el grito que me pegó. Yo le dije que eso no se hacía, que casi me hacía tirar la plancha, la tabla, la ropa, la olla. Todo. Sí, yo había decidido planchar al lado del horno. Del horno y la hornalla. “Era el enchufe que estaba libre” me justifiqué en ese momento. (Además ella también planchaba en ese lugar, a veces). La diferencia era que no lo hacía con la hornalla prendida y con el cable de la plancha por encima del pequeño fogón azul naranja que hacía burbujear la olla.
El cable blanco de mi plancha estaba marrón carbón, en una maniobra inspirada por el grito de mi madre desenchufé la plancha. Casi. Casi que el fuego llega al cable interno y de ahí en adelante hubiéramos visto la magia de fuegos artificiales en la cocina. Casi.
Casi que no recuerdo cuántas veces más planché en mi vida. Pero de esto, me doy cuenta hoy, que decidí contarles que una vez casi incendió mi casa. Y hoy, en mi casa ya nadie plancha los pijamas, pero yo no plancho nada. Uso la ropa así, tal cual me la devuelve el tender. Mi mamá también dice que no puedo salir así a la calle… Pero los padres dicen tantas cosas, que a veces queman.


Después de este suceso, 5 años después exactamente. Yo tenía 17 y estaba en una fiesta de egresados. En Pacha. Boliche del que, aunque sea 31 de Enero, cuando salís hace frío. Pero mi casi muerte fue antes de salir. Me encontraba bailando en el pozo, más conocido como la pileta, la parte baja del boliche, la pista. Y de repente una catarata blanca empezó a caer sobre mi cabeza. Los pendejos de 17 años se excitan demasiado rápido, así que en menos de 3 segundos tenía 300 monos alrededor saltando como si cayera oro del cielo. Lejos estábamos de eso. Caía espuma y del techo. Mis amigas se habían evaporado tan rápido como los monos habían llegado. Así que estaba sola debajo de un chorro de espuma que caía justo arriba mío. A esta altura de mi vida ya había aprendido que si estás cerca de un pogo lo mejor es saltar y moverse a la par. Es el único movimiento que te mantiene con vida. Lo que nadie me había enseñado era qué hacer cuando el inoperante que maneja el cañón de nieve de un boliche no se da cuenta que la nieve empieza a sobrepasar la altura de los que, hasta ese momento, disfrutaban una fiesta. El pogo me fue llevando, la nieve falsa me fue tapando y yo me fui ahogando. Poco a poco. Cada tanto escuchaba un “perdí mi zapatilla”. Cada tanto un vivo de los de metro noventa (esos que todavía respiraban felices) tocaba cosas que no tenía que tocar. Cada tanto levantaba mi mano a ver si algún marinero se dignaba a rescatarme, dispuesta a pagar el precio de caer en manos de un barco pirata. Recuerdo haberme preocupado bastante en el momento exacto en el que sentí que no podía salir, no podía respirar y los monos seguían saltando como si todos estuviéramos pasándola bien. En ese momento dije, me mueee… pero no. De repente, no sé de dónde, no sé el nombre, no me acuerdo de la cara, apareció una mano. De la mano si me acuerdo, era linda, un buen brazo, camisa cuadrillé en los tonos azul-celeste. Cuadros grandes. Esa mano, conectó con mi mano. Traccionó para arriba y me elevó por encima de la espuma y de algunos otros futuros cadáveres. Recuerdo lo placentero que fue sentir la brisa de la libertad en los pulmones, aún sin ver a mi alrededor la sentía. En esa época de mi vida (como en todas las épocas de mi vida), tampoco era una pluma, así que no entiendo muy bien cómo hizo ese brazo para salvarme la vida. Después esa mano me sacó la espuma de los ojos y pude ver. Ahora respiraba y veía. Detecté a mis amigas, en el escalón que separa la pileta del piso a altura normal, agradecí al muchacho de camisa cuadrillé y me fui con otro “casi me muero” firmado por mi vida.



Tengo otros pagaré firmados con la parca, pero tengo más de 11 lunares rojos descubiertos hasta el día de hoy.
Hoy. El único que al fin de cuentas, cuenta.






No hay comentarios: