No era Javier

Esa mañana desayune un kilo de nervios, que me pesaba, desde la parte inferior del pecho hasta la parte superior de la cadera, como un kilo de plomo.
Desparrame las migas para no limpiar y que no quede sucio.
Esperé el ascensor y cuando se abrieron las puertas él ya no estaba.

Javier XXII

Me gustaba entreabrir los ojos para espiarlo mientras dormía. 

A él le gustaba hacerse el dormido para que yo lo contemplara sin más palabras que los gritos de mi mirada para despertarlo. 

Javier XXI - "el abrazo"

Saber que cuando son, son reales.
Y otras ventajas de no excederse en el amor. 






Otra vez Javier

Interrumpiste el circuito sin dirección de mis ovejas fluorescentes corriendo por el campo oscuro de mi habitación.



C4, hundido

Una bola naranja dejaba verse por detrás de una lamina fina de nubes en el cielo de Caracas. El avión había decidido dejar su mundo para descansar (sin sentido) en tierra firme. Desde arriba, el mar regalaba un juego de formas entre algunas nubes y sus sombras. Dos barcos fueron el 'hundido' de la batalla naval que jugábamos los pocos que por esas horas mirábamos por la ventana. Y es que, cada vez que vuelo y mi ticket indica ventanilla, descubrirlos desde arriba es uno de mis pasatiempos favoritos. Lejos le queda a mi mente entender a esos que que ojean las revistas viejas de aviones poco modernos, como si uno pudiera mirar al revés todos los días y cantar 'tocado' al ver un gigante pesquero que desde acá es un diminuto bote en medio del gigante azul.
Desde hace un tiempo, mi amiga Clariza vive en uno de esos. No es un pesquero, claro. Pero recorre los mares y océanos en barcos llenos de gente que habla en todos los idiomas que un humano pueda imaginar. Justo antes de que parta por primera vez logré que le guste la dorada (a veces pienso que fue mi souvenir de despedida). Estábamos en una terraza, en uno de esos bares que dan a las calles empedradas de la ciudad. La noche acompañaba bien y brindamos por eso, por sus barcos, por nuestro merendendero -y si, también sabemos que le sobran letras a esos sueños de adolescentes, pero siempre nos gustó así-. Tazas de distintas formas y sabores, bocados que pegaran con las montañas del sur y una cerveza fresca en botellitas individuales que calienten el baile de todos aquellos viajeros con barba y esas personas con ganas de soñar despiertas. Así, con mesas de madera -chicas y tablones-, con personajes que cambiarían día tras día contándonos sus historias, con amores que durarían lo que agua en la tetera, era nuestro 'merendendero'.
Hoy un mensaje de "venís hoy?" que habían mandado hace algunos días me despidió de un aeropuerto lejos de casa. Un mensaje típico de esos viejos veranos en los que no había tarde que una no pasara por la casa de la otra en busca de que las horas se hagan interminables. 
Ella me escribía desde casa (no desde su nueva casa) y ahora era yo la que estaba en otros mares. Parecía una mancha en la que mancha con mancha no engancha de las que jugábamos en el colegio.
Hacía rato que no sabía mucho de Clariza. Nuestras conversaciones se reducían a leer de la otra en la cartelera semanal que leía todo el mundo. Supe de algunos de sus amores, de arranque a fin. Supe de algunos puertos que visitó y de esos que dejó atrás, pero no mucho más.
A veces las distancias se hacen largas en el mar. A veces los relojes corren diferentes. A veces veo un diminuto punto en el mar azul y me acuerdo de que cada día que pasa falta menos para abrir nuestro 'merendendero'.
El cielo de Caracas ya no se deja ver. Las luces de algunas casas aledañas parpadean con sus focos amarillos. El avión vuelve a su sitio y mis ojos más brillantes que de costumbre graban una nueva postal de sueños cumplidos y brindis por no dejar de bailar.



[Carta abierta a una amiga que el mar se llevó lejos y algún día volverá a destapar un vino mirando uno de esos lagos que tenemos ahí abajo junto a este corazón viajero.]

Aterrizaje en Caracas

A veces encuentro a mi mente tarareando relatos al son del ritmo de una ola desarmándose en la orilla y otra reconstruyéndola detrás sin darle tiempo a elegir si quiere ser de ese mar.



Javier XX

Se cruzaron de casualidad en una de esas típicas esquinas de Buenos Aires, en las que todavía el sol tenue de una mañana de invierno rebota en el piso de adoquines dispares y el aroma del café de enfrente perfuma el aire frío.

Ella le preguntó si seguía consumiendo bipolaridad.
Él le dio un beso como los de años atrás y no la llamó nunca más.



Javier XIX

Cada vez que veía tus fotos, mi corazón era una bombita de agua con el pico pinchado, en las manos de un nene en pleno carnaval.

Yo amaba los días en que eras carnaval. 
Vos insistías con esas cosas que te convertían en el nene de la bombita fallada.



Al Javier que logra llenar la bombucha y divertirse (y divertirme) como si fuéramos niños.

Javier XVIII

Con esos ojos morochos me pasaba de todo.
Pero no había nada de pretérito y todo de imperfecto.

Javier XVII

Esa noche descubrí que tus ojos tenían eso que tiene el fuego y el mar.
Eso que provoca que pueda quedarme horas y horas mirándolos sin necesidad de decir una palabra.

Javier XVI

Esa noche entendimos que todas nuestras historias salvajes guardarían silencio hasta recobrar vida en forma de carcajada, dentro de muchos años, mateando con viejos amigos entre las sierras que acompañan al río.

Esa mañana supimos que las montañas callarían para siempre el secreto de nuestros besos entre la yerba que gastamos con cada cebada aquel verano en el que aprendimos a decirnos todo sin pronunciar palabra.