Del mar a los adoquines

En uno de tus abrazos.



A Javier que ha sabido transportarme con solo entrelazar nuestros brazos. 




Javier XXIV

Lo miró con esa impunidad que solo siente un corazón que vuelve de la guerra y con la dulzura que no pueden ocultar sus ojos color café y le pidió que si no había faltado a sus más profundos deseos, deje de mirarla así.
Así.
Así, como si sintiera lo mismo que ella.



Cada vez más Javier (Javier XXIII)

El polvo se levanta con el paso de la pelota que rebota contra un palo y se va atrás de los cactus que rodean la cancha. El equipo de los locales no pierde el invicto que los consagra desde hace años como dueños de la redonda. De fondo, un paisaje perfectamente imperfecto decora el estadio.
El sol deja entrometer alguno de sus últimos rayos del día entre las montañas, las nubes y los árboles desordenados.
Estoy sentada en el mismo lugar que hace algunos años. Muchos corazones se repiten pero laten diferentes. Sonrío por sentirlos cerca. Sonrío por los nuevos latidos. Freno. Miro. Contemplo. A lo lejos se escuchan las voces de los más chiquitos que explotan a carcajadas cuando el oso dormilón se despierta. Vuelvo a sonreír sin dejar de mirar ese horizonte. Esa bola naranja escondiéndose como cuando de chica jugaba a las escondidas en la casa de Del Carril. Pensar en sentir queda obsoleto. Solo se siente. Y se siente bien.
La pelota vuelve a girar. El polvo hace un baile entre las piernas que se mueven en su búsqueda. Arriba, el telón, va cambiando de color. Cada combinación es más precisa que la anterior. Como si un reconocido pintor manejara las tintas.
El viento empieza a soplar más frío. Las hamacas guardan la quietud de otro día llegando a su fin. Las últimas sonrisas corren a calentarse con el abrazo de un amigo. Vuelvo a mirar los picos grises y violetas que nos tienen rodeados. Vuelvo a imaginar que hay detrás de cada uno de ellos. Vuelvo a confirmar lo difícil que es no estar enamorada de esos ojos.