Otro café.

No, no es que sea adicta a la cafeína.
Sólo sigo queriéndote enamorar. 

Un café.

No es que quiera tomar un café.
Sólo quiero enamorarte.

anoche

Soñé tu beso corrido en mi mejilla.
Un poco más corrido.
Un poquito más.
Ahí.

horizonte


Mi cuerpo me demostró que existen.
En esta realidad, existen. En esta y en todas.
Pero en esta los vemos, los sentimos, los podemos tocar y en otras no.
Entonces empezamos a descubrir que hay cosas que a menudo interrumpen en nuestra realidad pero que no pertenecen.
Todas esas cosas que simulan tener un límite pero cuando intentamos alcanzarlas se vuelven infinitas. Entonces empiezo a creer que todo lo que está en mi realidad no es real.

Hay otra realidad que intenta invitarnos a conocer su mundo. Nos pone cosas delante de nuestros ojos. Nos pone un horizonte. Quiere tentarnos. Nos muestra un arcoíris. Porque cuando uno conoce las opciones, puede elegir. (Dicen)
Nos presenta cosas simples que creemos son de acá, pero no.

Nuestra realidad tiene límites.


De chica me sentaba en la orilla de un mar, marrón y revuelto, que con los años se fue poniendo más frío o por lo menos yo lo siento así.
Me sentaba y observaba esa línea que se hacía la guapa poniéndose lejos. Que algunos días, en los que el cielo y el mar compartían su color en la escala cromática, se perdía, se escondía hasta que alguien anunciaba el “piedra libre para todos los compas”. Ahí volvía para encontrarse conmigo. Con mi yo que juraba tocarla un día.
Sabía nadar, era cuestión de entrenar un poco. Parecía lejos, pero seguro no era tanto.
Los días que el sol picaba en mi piel, con algunas pecas que para esa altura me resultaban sexys, me metía en el mar y como sabía nadar no me daba miedo ir un poco más allá, más cerca de ella. Pero ella me rechazaba sin ningún tipo de explicación. Tres brazadas mías, eran tres brazadas de ella. Las dos hacia la misma dirección. Quizá desde donde estaba ella se veía algo que ella también quería alcanzar.

Poco a poco fui perdiendo ese brillito en los ojos que tenemos de chicos. Y con él, todo lo que eso significa. Pegué un poster de los Hansons en la pared de mi cuarto y empecé a pensar que nunca nadie llegaría al horizonte.
Mi línea se volvió vulgar, estaba ahí, como lo estaban el mar de un lado y las montañas del otro. Como lo estaba el edificio de la esquina de la calle Del Carril y las cortinas naranjas con flores (espantosas) de la vecina del tercero (por mis cálculos y predicciones)  del tercero “B”.
Ya no creía en el horizonte, ya no me interesaba dedicarle tiempo y asombro a los señores de galeras negras que intentaban entretener a los mortales en los cumpleaños infantiles.
Engaños. Adivinaban la carta porque la habían visto. O porque se sabían el orden del mazo. O porque habían arreglado antes con el sujeto al que harían pasar al frente.

Pasaron algunos otoños.
Saqué el poster de los Hansons. Fui por decimoctava vez de vacaciones a la playa. A decir verdad, el poster había quedado colgado en la pared y nadie, ni siquiera yo que lo había colgado, notaba su presencia.
El día estaba lindo y el sol duró hasta bastante tarde. El viento no molestaba, acompañaba. La playa se fue vaciando poco a poco y sin quererlo quedamos frente a frente, como en los viejos tiempos.
No le di bola, y seguí jugando con la arena que mojada formaba torres sobre mis rodillas y desaparecía con la llegada de cada ola.
No pude resistir volver a mirarla. Volver a pensarla. Volver a imaginarme a su lado.
Me conquistó. Me volvió el brillo a los ojos. Se despertó esa sensación de intriga que de chico te vaga por el cuerpo entero. Y volví a obnubilarme con el horizonte y los magos. Con el arcoíris y las tormentas de los días en los que el día se vuelve noche pero no sale la luna.
Entendí que no es cuestión de creer. Es cuestión de sentir.
Es cuestión de convivir con un 10 de corazones saliendo de la manga derecha de un señor de galera, es un grano de maíz convirtiéndose en una pequeña nube al alcance de nuestras manos. Es batir y hacer espuma. Son lágrimas empapando una sonrisa. Es sorpresa. Es volver a sentir como cuando éramos chicos y un algodón de azúcar era fucsia, se deshacía en la boca y nos provocaba una sed de desierto. Es entender que si cerramos y abrimos los ojos, ya estamos viendo distinto.