Javier se fue.

Las luces del barrio se iban apagando de a poco. Desde el piso 8 de un monoambiente, ella, con algo de maquillaje corrido en la cara se fundía con su pijama, que lejos estaba de hacerle honor a su nombre. La ventana entreabierta de una noche que adelantaba el verano dejó escuchar "el amor se fue" de un auto que seguramente fuera rojo y pasó en el momento preciso y a la velocidad estipulada por el destino.
La frase de la vieja canción retumbó algunos minutos en su cabeza, como si algo más se hubiera ido en esos segundos en los que las ruedas giraron por el empedrado que sobrevivía metros abajo.
La soledad se desveló. 
Los pensamientos se volvieron decisiones.
Los sentimientos se compenetraron, explotaron, se hicieron más fuertes, como si la oscuridad tuviera un dominio absoluto sobre ellos y los hiciera crecer de manera exponencial, con cada nuevo ronquido de la ciudad.
Un suspiro. Un desvelo. Una lagrima. 
Era inevitable retroceder y volver a escuchar cada una de sus conversaciones, como si fueran una nueva serie de Netflix.
Amar y odiar al protagonista.
Atento e insensible. Inteligente y mentiroso.
Ese auto rojo había terminado, sin saberlo, con la serie del momento.
Cerró el libro que ya no leía. Y dejó 4 capítulos sin leer. 
No le gustaba dejarlos así, pero menos le gustaban las historias sin besos. Los besos sin noches. Y las noches sin Javier.