La ciudad triste.

Sabía que muchas peronas cumplen un ciclo en la vida de uno. Lo sabía y lo había vivido.
Era de noche, llovía y los truenos hacían retumbar el techo de chapa de mi cuarto. Desde la cama pensaba en eso de los ciclos y mi cuerpo se sentía en el medio del CCC bailando al compás de una docena de tambores.

La bomba del tiempo.

Quizás jugábamos con el tiempo para que explote la bomba.
Apagué la luz, porque la mente en la oscuridad está solo con ella.

Sabía que muchas personas cumplen un ciclo en la vida de uno, lo que no sabía era que una casa podía cumplir un ciclo.
No quería mas lágrimas de mamá. No quería que ese mar se lleve todas las sonrisas que alguna vez nos dio.
Pensar. Sentir. Y transformar al corazón en mente y a la mente en corazón.

Hoy, con lágrimas en los ojos, siento que hay una casa que cumplió un ciclo. Y pienso. Pienso, que es mejor así.

Contemplar y amar.


Estacionar tu mente en un punto fijo del mar que en la mínima unidad de tiempo posible ya será otro mar.


Al final la vida y el mar son iguales.
Mi vida y el mar.
Tal vez por eso estoy enamorada del mar.





“Los años pasan y nos vamos poniendo pendejos”



Treintañeros.

Ellos. Ellos se van poniendo pendejos.

Yo no. Todavía estoy lejos de los 30 y, además, no tengo pito (aunque a veces desearía tenerlo).

Me cuesta entender que la fruta caída vuelva a colgar del árbol.

La primera vez que lo vi me sorprendí, pero visto desde afuera lo reduje a intentar entenderlo. Como me afectaba indirectamente creo que lo logré.

Después me pasó a mí. Volví a estudiar todos los puntos.

Repasé.

Resalté.

Resumí y concluí:

“PENDEJOS”.


Al final era mejor a los 15. Cuando eran pendejos de verdad y estaban avalados por la vida misma. 

Ahora 15 años después la ecuación es un poco más preocupante.

Indignante, mejor.

Aunque es una mezcla de indignación y frustración.


¿Pasa algo mágico en los 7 años que nos separan?

¿Algo que se descubre a las 30 primaveras y de lo que no se puede hablar con nadie?


No. No me hago la madura, sólo intento ser realista. La fruta una vez caída se come o se pudre. No vuelve a colgar del árbol. (Creo que viéndolo así no entra en discusión ¿no?)

Me molestaría menos que se pudra.

Sería lo natural.
Sería simple de aceptar porque la naturaleza es sabia, dicen.

Pero últimamente veo mucha cama elástica abajo de los árboles. Mucha fruta que cae de madura y plin plan plum rebote y arriba.

Aburren.

Acepten que su tiempo colgaditos de la rama terminó.

Un día se va a caer la rama.

Eso pienso que va a pasar.

Se les va a caer la rama.



Mientras tanto: río, lloro, puteo y vivo anonadada de que haya tanta figurita repetida.



El día que casi me muero

Estuve por morir más de una vez. Se ve que no era mi hora y menos mal porque tengo ganas de vivir un rato más. Un rato largo más. No sé por qué. Siempre se me cruza esa idea poco maniobrable de pasar los 100 y todos dicen que estoy loca, que es al pedo, que para qué.  Y yo no sé, cuando los pase te digo. Mientras tanto esbozo una sonrisa cada vez que me descubro un lunar rojo. Según la teoría de uno de mis primos, todas las personas que tienen lunares rojos viven muchos años.


Una vez casi incendio la casa. Mi casa. Toda entera. Tal vez fue una de las tantas veces que pensé “casi me muero”. Pero no. Yo tendría alrededor de 12. Era buena para algunas cosas en la cocina. Limpiar no me gustaba. Prefería lavar a secar y en cuanto la ropa, podía lavar (pero no lo hacía) y me gustaba usar la ropa planchada. Lisa y prolija como la deja mi mamá.
En mi casa, en una época, ya no, se planchaban hasta los pijamas. Si, en mi casa se usa pijama. Creo que si algún día hago un pijama party puedo prestarle un pijama a cada uno de mis invitados. En este sentido, digo, hablando de usar pijamas, yo soy la rebelde de la casa. Tengo cerca de 10 de verano y unos 4 de invierno. A eso le sumamos unas 6 o 7 remeras de tamaño extraordinario que mi madre quisiera tirar, pero después de la semana que pasamos la vez que me tiró las Topper blancas no creo que lo haga, y unas 3 musculosas viejas. Todo esto da un total de 41 prendas (entre pantalones y remeras) de todos los colores, estampados, texturas, formas y tamaños que te puedas imaginar. 41 prendas que alterno entre sí, haciendo que el conjunto del pijama muera cada noche. Todas las noches.
El día que casi incendio mi casa, estaba en la cocina. Había desplegado la tabla de planchar y estaba dispuesta a dejar mis prendas tan lisas como las deja mi mamá. Enchufé la plancha, y me dispuse a elegir qué planchar. Y planché. Y la primer remera me quedó bastante bien. No era la primera vez que planchaba, por lo que la situación no tenía ni estaba dejando en mi, ningún sentimiento de grosisitud. Planché dos, tres, cuatro. Empezaba a impregnarse en el aire un olorcito a quemado que no provenía de mi ropa. Miré la olla que hacía burbujas con el calor de la hornalla. Tampoco venía de ahí el olor. Supongo que mi mente me llevó a pensar a que venía de afuera y seguí planchando. Seguí. Seguí y el olor ya no parecía de afuera. Recuerdo a mi madre entrando corriendo a la cocina, sorprendida por el olor que rondaba en el aire, que había ido invadiendo de a poco todos los ambientes de la casa. Recuerdo el grito que me pegó. Yo le dije que eso no se hacía, que casi me hacía tirar la plancha, la tabla, la ropa, la olla. Todo. Sí, yo había decidido planchar al lado del horno. Del horno y la hornalla. “Era el enchufe que estaba libre” me justifiqué en ese momento. (Además ella también planchaba en ese lugar, a veces). La diferencia era que no lo hacía con la hornalla prendida y con el cable de la plancha por encima del pequeño fogón azul naranja que hacía burbujear la olla.
El cable blanco de mi plancha estaba marrón carbón, en una maniobra inspirada por el grito de mi madre desenchufé la plancha. Casi. Casi que el fuego llega al cable interno y de ahí en adelante hubiéramos visto la magia de fuegos artificiales en la cocina. Casi.
Casi que no recuerdo cuántas veces más planché en mi vida. Pero de esto, me doy cuenta hoy, que decidí contarles que una vez casi incendió mi casa. Y hoy, en mi casa ya nadie plancha los pijamas, pero yo no plancho nada. Uso la ropa así, tal cual me la devuelve el tender. Mi mamá también dice que no puedo salir así a la calle… Pero los padres dicen tantas cosas, que a veces queman.


Después de este suceso, 5 años después exactamente. Yo tenía 17 y estaba en una fiesta de egresados. En Pacha. Boliche del que, aunque sea 31 de Enero, cuando salís hace frío. Pero mi casi muerte fue antes de salir. Me encontraba bailando en el pozo, más conocido como la pileta, la parte baja del boliche, la pista. Y de repente una catarata blanca empezó a caer sobre mi cabeza. Los pendejos de 17 años se excitan demasiado rápido, así que en menos de 3 segundos tenía 300 monos alrededor saltando como si cayera oro del cielo. Lejos estábamos de eso. Caía espuma y del techo. Mis amigas se habían evaporado tan rápido como los monos habían llegado. Así que estaba sola debajo de un chorro de espuma que caía justo arriba mío. A esta altura de mi vida ya había aprendido que si estás cerca de un pogo lo mejor es saltar y moverse a la par. Es el único movimiento que te mantiene con vida. Lo que nadie me había enseñado era qué hacer cuando el inoperante que maneja el cañón de nieve de un boliche no se da cuenta que la nieve empieza a sobrepasar la altura de los que, hasta ese momento, disfrutaban una fiesta. El pogo me fue llevando, la nieve falsa me fue tapando y yo me fui ahogando. Poco a poco. Cada tanto escuchaba un “perdí mi zapatilla”. Cada tanto un vivo de los de metro noventa (esos que todavía respiraban felices) tocaba cosas que no tenía que tocar. Cada tanto levantaba mi mano a ver si algún marinero se dignaba a rescatarme, dispuesta a pagar el precio de caer en manos de un barco pirata. Recuerdo haberme preocupado bastante en el momento exacto en el que sentí que no podía salir, no podía respirar y los monos seguían saltando como si todos estuviéramos pasándola bien. En ese momento dije, me mueee… pero no. De repente, no sé de dónde, no sé el nombre, no me acuerdo de la cara, apareció una mano. De la mano si me acuerdo, era linda, un buen brazo, camisa cuadrillé en los tonos azul-celeste. Cuadros grandes. Esa mano, conectó con mi mano. Traccionó para arriba y me elevó por encima de la espuma y de algunos otros futuros cadáveres. Recuerdo lo placentero que fue sentir la brisa de la libertad en los pulmones, aún sin ver a mi alrededor la sentía. En esa época de mi vida (como en todas las épocas de mi vida), tampoco era una pluma, así que no entiendo muy bien cómo hizo ese brazo para salvarme la vida. Después esa mano me sacó la espuma de los ojos y pude ver. Ahora respiraba y veía. Detecté a mis amigas, en el escalón que separa la pileta del piso a altura normal, agradecí al muchacho de camisa cuadrillé y me fui con otro “casi me muero” firmado por mi vida.



Tengo otros pagaré firmados con la parca, pero tengo más de 11 lunares rojos descubiertos hasta el día de hoy.
Hoy. El único que al fin de cuentas, cuenta.






Martin Pescador


Año 1995 y todo era más fácil.

Ibas al colegio, porque tenías que ir al colegio.

No era una elección.

La seño era una suerte de “el que toca, toca, la cuchara loca”. Y tocó la loca.

Por suerte a esa altura de mi vida la inteligencia era uno de los rasgos que me acompañaban así que rápidamente comprendí y puse en práctica el ABC y con más menos horas dedicadas (muchísimo más menos que más) pasé el colegio como quien diría “de taquito”.

Me considero una buena receta.

Buenas dosis.  

En esa época el mayor conflicto que tenía era elegir frutilla o chocolate en el Martín Pescador. Me
gustaban los dos.

¿Por qué hay que elegir uno o el otro?

Pero entonces uno se da cuenta que la vida está perfectamente diseñada.

Todo empieza con un gusto de helado, simple (supuestamente).

Y a medida que avanzamos las opciones remiten a cosas mucho más interesantes, pero las elecciones delimitan caminos. Y a decir verdad, hasta que no te metés y recorrés un camino no sabés si vas a encontrar frutillas.

Desde la punta se ve poco. (Y encima yo no veo de lejos)

Pero en la punta hay que elegir.


Adrenalina. Ese vientito que te recorre de punta a punta el cuerpo y te hace sentir que estás viva.

Calculo que si de chica me hubieran gustado menos gustos de helado, hoy no me costaría tanto elegir.

Calculo que igual, la vida de los que siempre piden dulce de leche debe ser aburrida.


Derecho e izquierdo a combate cada vez que hay más de una opción.
Menos mal que alguien decidió por todos el tema de “b” y “v”. Sino la brisa de la adrenalina sería un huracán. Y a veces aburre vivir siempre en el medio de una tormenta: la naturaleza es sabia (dicen) por eso siempre que llueve para. A veces llueve más, si.


No sé cuál fue la vez que más tardé en una heladería.
Lo admito, a veces me cuelgo mirando el cartel, descubriendo gustos nuevos o mal escritos, recordando aventuras con mi predilecta menta granizada, o asumiendo que tengo que eliminar un gusto porque tres está bien, pero cuatro es demasiado.


No hay como sentirse satisfecho con un helado bien pedido.

Por eso a veces está bien detener el tiempo del heladero y pensar que querés.

(Cada tanto te toca uno que te deja probar, pero son los menos y cuando no, te la tenés que jugar.)

A veces no era lo que esperabas, a veces prometes no volver nunca más a esa heladería (a veces no cumplís tu promesa), a veces anhelas justo el gusto que no tienen, a veces comparás el helado con el de otras heladerías, a veces es solo un antojo, a veces es necesario, a  veces es un premio y a veces se derrite.

A veces te das cuenta que hace mucho que no pedís crema del cielo.

A veces cucurucho, a veces cuarto.

Y no, es en vano que le preguntes al que tenés al lado que se pide, siempre te terminás pidiendo lo que vos querés.

Es tu helado.



A los que piden el cuarto solo de chocolate:
Prueben ampliar la paleta de colores.


A los que optan siempre por gustos raros:
Cada tanto hay que meter un básico.


A los que piden más de tres gustos:
Disfruten el presente, ya va a haber otros helados.


A los que se cuelgan mirando el cartel:
Ojo que no les cierre la heladería.




¿Vamos a tomar un helado?





Me lo dijo un viejo amor


Y no se equivocó.


Fue en una de esas charlas escritas que duran horas y más aún, duran días, años. Es que las charlas no deberían poder releerse.


Yo prefiero las respuestas de las charlas con la boca y los oídos, con los gestos y miradas. Me parecen más genuinas.

Espontaneas.


Así era yo con él. Espontanea. Y me gustaba. (Si, él también).

Tal vez los cuatro pares de años que me llevaba, me habían firmado el permiso de vivir con la espontaneidad de un niño, esa que transforma la cara cuando algo no le gusta y no finge gestos, simplemente expresa.

Tal vez logré desenterrar una parte de él que había quedado olvidada por los años, la vida y el opuesto.
Tal vez hice que reviviera esa sonrisa de aquellos años que lo encontraron con una melena larga hasta pasados los hombros.

(Si, mi espontaneidad me había dado permiso para reírme durante 63 minutos el día que me mostró esa foto).

Así que ahora el señor con corte de maquinita en 3, reía con la calidad de sus años de chapas largas.

No es quiera sacar a relucir mi hazaña (ni mucho menos) pero me gusta enamorarme de sonrisas y la de él fue poco a poco modificando mi estómago.


Éramos raros (para algunos). Yo prefiero definirnos “especiales”.
Nuestro único veedor juraba que estábamos locos, y que mi locura había enamorado a su locura que seducía sin esfuerzo a la mía, pero no éramos el caso de un roto para un descosido, no. Éramos, más bien, el bordado de la inicial de un nombre para un par de medias (o algo así).

A veces charlábamos con las palabras. Dichas o escritas.
(Él me decía muchas más cosas escritas que dichas. Le salía así).
Yo me turnaba. Prefería decirle un montón de cosas sin palabras. Ni dichas, ni escritas.


No me acuerdo cómo empezó esa charla. Seguramente con alguno de mis sueños con los ojos abiertos. (Le fascinaban esos cuentos.) Parecía un chico, más chico aún que yo con mi espontaneidad. Me hacía preguntas todo el tiempo. Me hacía preguntas con respuestas que todavía no había soñado. Pero me gustaba contestárselas, así que cerraba los ojos (porque soñar con los ojos cerrados es mucho más fácil) y le contestaba lo que para mí podía, algún día, darme un escalofrío o hacerme sentir eso que recorre tu cuerpo cuando pasas por la entrada a Gral. Paz (mano Riachuelo) saliendo de la Panamericana.

Así pasábamos horas y horas. La mayoría de madrugada. Muchas en el agua. Otras tantas en la ruta. Eran sueños de viajeros, pero él no los entendía. Sólo le gustaba escucharme, mirarme, leerme y acompañarme en mis aventuras mentales.


Un día, un (*) viejo amor, me dijo que admiraba mi corazón viajero.
(*) mi

No lo entendí. Y en esa charla que duró horas me contó cosas de mí que nunca había pensado.
Habló de mi amor a la ruta, al camino; de mis sensaciones parecidas a las de llegar lo más alto que da la hamaca cuando hablaba de viajar; de esa sensación de querer conocer todo en un lugar desconocido y creer que una noche con una guitarra y una botella de vino en una plaza vacía de un pueblo fantasma puede generarte cosas más lindas que los que algunos llaman los mejores momentos de su vida.


Ese día me di cuenta de tres cosas.

Por primera vez vi su miedo. Sentí a la distancia su mano transpirada. No podía apreciar lo mismo que yo y por eso no se animaba a viajar conmigo.

La otra fue que viajar para mi, era como mirar al ras del mar y descubrirse sintiendo, mientras se contempla el mundo desde otro punto de vista. El punto de vista ideal. (Uno de los que, por lo menos a mí, más me gusta).

Y la tercera, fue entender que este corazón viajero, ya no iba a tomar mate en una YPF de la ruta 40 con ese chico pacientemente impaciente, que llevaba todos los colores que del mundo me gustaban en esos ojos a los que me encantaba contarle cuentos en silencio y sin parpadear.




A ese viejo amor,

Las direcciones del alma
siempre están en la mochila de un viajero.

No se pierden.
No pesan.
No molestan.
No son fotos. Son recuerdos,
que por más detalle con el que fueran contados
solo alimentan la sonrisa del que lo vivió y lo recuerda
y a veces nos encuentra riendo solos y a carcajadas
que para el resto son locuras,
pero para mí son las notas que marcan el ritmo de la pasión.

Mi triángulo equilátero


Estaba sola en la oscuridad de mi cuarto. Los ojos todavía no se acostumbraban a la penumbra. El silencio era absoluto excepto por algunos colectivos que pasaban cada tanto por la calle de atrás y algunos rugidos de mi panza que, como siempre, en estos casos decide ponerse a la misma altura que mi corazón.

A decir verdad no estaba sola. Un triángulo equilátero entre mi mente, mi corazón y mi estómago posaban arriba del colchón y abajo del pesado acolchado que me protegía de la lluvia que sonaba cada vez más fuerte sobre el techo de chapa.

Mente se había enterado una noticia que corazón no podía sobrellevar y por la que había decidido ahorcar a estómago. En el medio: yo y mis tres puntas.

La oscuridad empezaba a ceder ante mis ojos. Pero a decir la segunda verdad yo no quería ver, así que los cerré.

Creo que fue el segundo peor error. (El primero me lo guardo para mi, o te lo dejo imaginar). Cerrar los ojos me transportó involuntariamente a esa esquina la noche que decidimos volver al bar del que nos habíamos escapado una cuadra atrás. Automáticamente mente retó a corazón. No sé muy bien de cuál de los dos provino el segundo recuerdo pero ahora estaba sentada en la banqueta de una cocina y minutos después, otra noche en el comedor de esa misma casa recibía un mensaje que nunca deberías haber mandado.

Estómago intentaba desatar el nudo.

Yo abría y cerraba los ojos. Y escenas completas aparecían en mi oscuridad.
A veces me molesta que mente tenga tan buena memoria. Aunque después del grito que le pegó a corazón, calculo que esos recuerdos los guardó él.

Después de un repaso general logré quedarme dormida.

Estómago había logrado desajustar el nudo.

Mente volvió a pensar que era un cagón.

Corazón siguió sin entender por qué.

No es más que un hasta luego


Taller de escritura
(por Gabriela Bejerman)
texto 14



Emocionada por la canción “del adiós” espero el final de cada fogón.

Ese momento que empieza cuando lo demás termina.

Acompañar al fuego en su extinción. No alimentarlo más. Ver como poco a poco pierde calor. Nos deja a oscuras. Alguna que otra guitarra empieza a sonar, alguna que otra risa.

Abundan las conversaciones de esas que sólo viven si las palabras se dicen al oído. De esas que sólo valen si los cuerpos están cerca.

Su calor ya no alcanza. Ahora es necesario aceptar y aprovechar el calor de los cuerpos.

Las posiciones cambian.

Alguno que otro desaparece, como los grandes troncos que formaban el fuego horas atrás.

Los más sentimentales nos ponemos tristes por no poder contemplar el cielo y el fuego a la vez. Nos turnamos: decidimos por uno y por el otro. Disfrutamos la cercanía de una braza y los kilómetros que nos alejan de las estrellas.

Ya no queda demasiado. De nada. Ni del fuego. Ni del campamento.

Última noche. Última, que hace quince días parecía a la distancia de una estrella.

Somos los de siempre. Somos los que hace muchos años no podíamos acompañar al fuego en su extinción. Nos mandaban a dormir. (Claro, éramos chicos).

Imaginábamos. Deseábamos. Intentábamos dejar los ojos despegados el mayor tiempo posible, pero el cansancio de los días nos vencía. Nunca llegábamos a ver el sol.

Hoy somos otros. Somos los que nos podemos quedar alrededor de unos troncos quemados esperando que el cielo cambie de color.
Somos los que mandamos a dormir a otros.
Somos los que acumulamos pensamientos acerca de lo que fue.
Somos los que sabemos que al otro día los cuerpos ya no van a estar tan pegados y las palabras ya no se van a decir al oído.

Hay que aprovechar cada segundo de un fuego. Una noche. Un abrazo. Esa sonrisa en la oscuridad.


Todos sabemos cómo empieza nuestro fuego: “Al norte las tierras cálidas, al sur los hielos eternos, al este el mar bravío y al oeste la inmensa cordillera”. Y de norte a sur y de este a oeste nace la llama.
Pero nadie sabe cómo termina su fuego, cuál es la última braza que nos dará calor.

Son todas iguales


Taller de escritura
(por Gabriela Bejerman)
texto 12




No soy bueno contando historias. Ya lo saben. Bueno para esto son los hombres como el tío Pato. Esos hombres que llegan a un cumpleaños familiar, divisan a la víctima del evento y si tenés la suerte de no ser vos, te divertís a lo loco mientras “la víctima” sufre con los dedos del tío en la nariz, y de la nariz a la oreja y de la oreja a un ataque explosivo de cosquillas. Esos hombres son los que, por lo menos a mí, me da gusto escuchar.

Pero esta vez me toca a mí, así que sólo espero que no se duerman mientras me leen. Mi psicólogo dijo que escribir era un método de descarga y la verdad estoy RE CALIENTE.

¿¿¿Qué se piensa que hay una nueva ley que permite cagarnos??? ¡Qué se vuelva a su país! Llamaría a defensa del consumidor y que le manden a la AFIP. Siete años, SIETE AÑOS ¿entendés? Siete años serían dos mil quinientos cincuenta y cinco días y ahora, después de todo lo que vivimos, ¿se le ocurre cagarme?

Todas las mañanas pasaba por su verdulería. Todas las mañanas desde hace 7 años. Me desviaba una cuadra y llegaba a Paraná y Paraguay. En realidad, antes de llegar a Paraguay, dos locales antes. Ahí estaba, ahí estuvo durante siete años vendiéndome las mejores frutas.

Ir a comprar me alegraba las mañanas, siempre tenían la verdulería ordenada por color, me parecía simpático. Hoy siento que la forra no tenía nada que hacer y qué tener las verduras ordenadas por color es la pelotudez más grande del mundo de las verdulerías.

A veces, cuando veía que se me estaba haciendo tarde y todavía no llegaba me preparaba algunas bolsitas con lo que llevaba siempre, con lo que sabía que me gustaba. Creo que llegaba a imaginarse lo que tenía ganas de comer ese día. Nunca le erraba. Sabía qué día iba a querer comer fruta y cuándo estaba mal del estomago. Conocía a Vero y la semana que nos separamos me preparó ensalada de frutas todos los días. No vendía ensalada de frutas, me la hacía para mí.

Por eso estoy re caliente. Yo la quería. Al final las minas son todas iguales: el día que menos te lo esperas, te cagan. Y vos que habías escuchado a tus amigos diciéndote que no te convenía, que no te enganches, y no les diste bola porque te parecía que esta era diferente. Igual los pibes siempre están. Siempre hay un hombro para llorar.

Ayer la muy hija de puta me vendió una manzana paposa. NO LO PUEDO CREER. No puedo creer haberme desviado siete años de mi vida para serle fiel y que hoy me haga esto. No voy a volver nunca más. Que se preocupe y después que me recuerde como el cliente desaparecido. Encima mañana se lo voy a contar a Pedro, mi psicólogo y me va a decir que le de una oportunidad, que no sea extremista. Que la chupe. Vero fue la última mujer a la que le di otra oportunidad y así me fue: ahora soy el pelotudo al que le venden manzanas paposas.

  

Quiero ordeñar vacas con vos


Taller de escritura
(por Gabriela Bejerman)
texto 11



¿Quiénes van? ¿Cómo vas y cómo volvés?

Esas eran las únicas dos preguntas que me hacía mi madre antes de salir cuando tenía 15 o 16 años.

“Los de siempre y como siempre.” Le decía yo. Y con eso le bastaba.

La verdad es que nunca éramos los mismos y nunca íbamos y volvíamos igual.

Calculo que la primera vez debo haber hecho una lista de nombres y dicho que iba y venía en remís.

Nunca fui o volví en remís. Inconscientes. Caminábamos a cualquier hora por cualquier lado. Tomábamos cualquier colectivo en cualquier esquina. Pero siempre volvíamos todos los que habíamos ido. (Éramos buenos pibes).

Ese día estábamos volviendo. No me acuerdo ni de dónde, ni por qué tan tarde (o tan temprano). Volvíamos caminando por Chiclana. Chiclana a la altura de Boedo. El sol del domingo pegaba en las veredas que no estaban escondidas por los edificios. Veníamos caminando algunos más adelante y otros más atrás. Todos en la misma cuadra.

Pero esta vez no éramos “los de siempre”. Ni “los de siempre”. Esta vez había dos chicos nuevos. Dos amigos nuevos de los chicos.  Dos chicos que no eran de capital. Dos chicos que habían venido a estudiar a Buenos Aires. De General Viamonte eran. Son.

En nuestro grupo ya había algunas parejas formadas, otras ex parejas y algunas otras con amores en otros rumbos, como yo. Pero amaba salir con mis amigos así que lejos estaba de perseguir al chico que me gustaba. Prefería salir con “los de siempre” y estar sola. Pero esa mañana su sonrisa destruyó mi teoría de la amistad entre el hombre y la mujer, que era la contraria a la que me había contado otro de los chicos.

La teoría de él indicaba que no existe la amistad entre el hombre y la mujer. Que siempre uno o el otro le tuvo, le tiene o va a tenerle ganas al otro. Yo solía destruirle esa teoría diciéndole que entonces él estaba enamorado de mí. Ahí la discusión aflojaba. Él me decía que tal vez en cinco años yo me enamoraba de él. Entonces, y como odiaba perder una discusión un día le pregunté: “Si una tarde cualquiera de las que arreglamos para merendar tu mamá te cruza saliendo de tu casa y te pregunta a dónde vas, ¿vos qué le decís?” y le di tres opciones. Una era a tomar la leche a lo de una amiga. La otra era a tomar la leche a lo de una conocida y la última era a tomar la leche a lo de una minita.
Eligió la opción uno. Y desde ese día nunca más hablamos de su teoría. Y por ende, de la mía.

Pero ahora había aparecido ÉL (y su sonrisa). No sé si de casualidad o a propósito quedé caminando al lado de él.

Me acuerdo que delante de todo iban mi mejor amiga y el otro chico nuevo. A dos veredas un grupo grande y últimos, tres veredas más atrás: nosotros.
Me contó de su pueblo, de qué había venido a estudiar a Buenos Aires porque allá no se podía estudiar. Me contó que tenía varios hermanos. Que vivía solo. Que había tenido una novia allá, pero que ya no. Me contó que le gustaba tocar la guitarra y me dijo que yo debería conocer General Viamonte.

Después de todos estos años no puedo evitar recordar lo perfecto que le quedaba el lunar de su mejilla izquierda cuando sonreía. Tenía una sonrisa perfecta. (Madre odontóloga). Y un lunar más grande que lo común. Juntos eran el combo majestuoso.

Todos vivíamos relativamente cerca y la avenida Chiclana se iba topando con las calles que, dos cuadras para adentro (a izquierda o derecha), desembocaban directamente en nuestras casas.

Llegamos a la esquina en la que doblábamos con una de las chicas. El grupo se había juntado ahí para despedirse. Él tenía que seguir 3 cuadras más derecho por la avenida y doblar 1 vereda a la derecha. Ahí vivía. En un departamento de 2 ambientes que era de los papás.

Saludé a cada uno de los chicos y cuando llegué a él me agarró de la cintura y me dio un beso en el cachete.

Esa mañana no me lavé la cara. UN BESO EN EL CACHETE ¿ENTENDÉS?

Entonces me llegó un mensaje de texto. Era mi mejor amiga. Ella había caminado al lado del otro chico nuevo. Me preguntaba qué onda, si me gustaba. Le contesté que un poquito.

(¿UN POQUITO? Me encantaba, estaba loca. Nunca había conocido un chico como él. Quería conocer General Viamonte. Quería escucharlo tocando la guitarra mientras mirábamos el atardecer. Quería ordeñar vacas con él.)

Entonces le pregunté qué onda ella, y me dijo: “Sólo me cayó bien”.
Estaba claro: la mañana la encontraba, también, perdidamente enamorada.


Pasaron varias salidas, juntadas, cenas, asados, tardes, pijamadas, fiestas. ME SEGUÍA ENCANTANDO.

Más me enamoré el día que la risa y el lunar se combinaron con sus pasos de baile. Su tonada…

Éramos grandes amigos.

Un día me enteré que su ex había venido a estudiar a Buenos Aires. Dejó de venir siempre, pero cada tanto nos veíamos y seguía igual de lindo.

A veces iba a comprar al almacén de la esquina de su casa a ver si el barrio y la vida nos cruzaban. Creo que esto nunca se lo confesé.

Lo que sí le confesé después de algunos años fue que desde esa mañana estaba enamorada de él. (Es el día de hoy que sigo confesando -aunque a veces tarde- que estoy enamorada). En ese momento me dijo que estaba con su novia (y aunque yo sabía de su condición de pirata, acepté su respuesta y nuestra amistad siguió viento en popa).

¿Viento en popa? Remolinos. Terremotos. Tsunami. Tenía el corazón estrujado como el chicle masticado que me había convidado el 12 de diciembre hacía un año atrás.
Cada vez que nos juntábamos con los chicos, deseaba que no viniera y cuando no venía, quería que viniese. Me vestía para él hasta los días que ya sabía que no venía. Hasta los días que era imposible que llegara “de sorpresa” porque sabía que se había ido a Viamo (como le decían ellos) a pasar el fin de semana.

Después pasaron algunos años y dejamos de juntarnos con “los de siempre”. Empecé la facultad, le fui infiel y me enamoré de otra sonrisa.

Una noche, en una fiesta nos volvimos a cruzar. “Se me tiró” como decíamos antes. Pero no pasamos del abrazo. Del abrazo entre dos grandes amigos. Yo estaba ahora enamorada de otros ojos.

Al tiempo, desenamorada ahora de esos ojos, la noche nos volvió a cruzar: él estaba felizmente enamorado de su ex.
CON LOS EX NO SE VUELVE. (Esa es mi teoría desde que tengo 15, si quieren otro día se las cuento).


Hoy, y cada tanto, nos juntamos “los de siempre”. Seguimos siendo todos amigos. Yo sigo pensando que su lunar y su sonrisa combinan como el sushi con un buen vino. El mejor vino blanco. Blanco y seco. El sigue pensando que tendría que conocer General Viamonte, pero no me invita.

Autorretrato dinámico


Taller de escritura
(por Gabriela Bejerman)
texto 3




[Adaptación de: "Una biografía cotidiana" - http://bit.ly/Nm4RpO]


Mi nombre es Eugenia Belén, aunque muchos (muchísimos) me conozcan como Hermenegilda.
En mi vida y para que les corresponda al menos una mirada me han llamado: Eugenia, Euge, Eugi, Euchichi, Chichi, Chichona, Chuchex, Borre, Herme, Hermenegilda, Boluda, Che, Amiga, Amigata, Imbecil, HermeS, Chichilo, Gegin, Veciamiga, Arquera…

Ah, sí. Antes a menudo, ahora cada tanto, me paro bajo los 3 postes de un arco de hockey (y si, con todo eso que según la gente no te podes ni mover).

Conozco y manejo el arte de la globología. Pelo las uvas. Tengo 49 o 50 rastas en la cabeza. Me gusta el dulce de leche pero el repostero en exceso se me sube a la cabeza. (Si hay torta de conitos me como la base y regalo el conito). Mi Sugus preferido es el verde oscuro y me gustan los caramelos ½ hora.

Un sueño kiosquero: que desaparezcan todas las golosinas amarillas y naranjas.
Conozco la menta granizada de todas las heladerías de las que alguna vez comí helado. En Burger King y Mc Donald’s suelo pedir el combo de pollo. Este año descubrí mi adicción a las papas fritas en cualquiera de sus formatos pero dicen que cada 7 años cambian las papilas gustativas.
Amante de la ruta de noche y si es con lluvia mejor. Creyente del mar y la montaña.

Cuando no tengo ganas de hablar, no hablo. (Abstenerse a la mañana y más si la relación que nos une es de hermandad).
Tengo la bandeja de entrada sin mails y más pares de aros que íconos en el escritorio.
Duermo en diagonal y a veces me tomo el subte al revés.

Creo que con las personas que compartís una carpa podes compartir cualquier cosa.

Según mis amigas soy la mujer sin axilas y suelo olvidarme los tobillos.
Me gustan mis pecas. Me gustan mis uñas. Me gusta mi nariz y me gusta la foto de mi documento.
Me enamoro tarde y si me ven con una guitarra estoy por tocar el elefante trompita.

Mi cuarto es blanco.

No me sé los nombres de las películas, ni de los actores, ni de las canciones, ni de los cantantes, ni de los músicos.
Soy una ponedora de apodos oficial. Me molesta el “gordo”, “gordi”, “bichi” y los diminutivos en general.
Disfruto hacer ruido con la sopa y comer la ensalada de la fuente. Prefiero los cuadernos cuadriculados antes que los rayados. Puedo dormir con medias. Me saco el maquillaje a la mañana siguiente.

Hay objetos, lugares, momentos y personas de las que llego a enamorarme.
No soy golosinera pero sé que las golosinas sirven para explicar muchas cosas, por ejemplo, una sensación. Si hay que elegir, sin dudas la del Fizz.
No muerdo los caramelos duros. Prefiero la Coca común.

Gracias a mi ropa interior entendí el concepto de “diversidad”. Me molestan los enchufes de dos patas (redonditas).
Amante del agua. El mejor estilo que nadaba (ahora no sé) era mariposa.
Me encanta cumplir años, me encanta festejar mi natalicio y detesto con todo mi ser hablar por teléfono.

Disfruto la sensación que me producen los colectivos a gran velocidad pasando por un túnel (y sus luces).

Mi mermelada preferida es la de zapallo. Y mis chicles predilectos los de envoltorio negro.
Me gusta tomar café en una taza que dice “Nescafe” o Coca-Cola en un vaso que dice “Coca-Cola”.
Suelo tener los pies fríos.
Todas las mangas de mis buzos o pullovers están estiradas. (Y las de los buzos o pullovers de mis hermanas –que uso yo– también).

Tengo lunares en lugares camuflados y, por ahora, 3 o 4 lunares rojos.
Me gusta el queso (como las papas fritas) en todos sus formatos.

Puedo leer en el subte, pero no en el colectivo.
Prefiero las mesas sin mantel y si tienen mantel que sea el transparente.
Si mal no recuerdo a todos los humanos que me gustaron de verdad se los dije en la cara (y lo sigo haciendo).

Hay algunas personas a las que necesito abrazar, muy pocas a las que aprendí a abrazar y bastantes con las que los abrazos no significan ni un centímetro de piel de gallina.

Suelo ser confesora y consejera de mis amigos varones y cada tanto pienso que tendría que haber nacido hombre.
En los procesadores de texto prefiero escribir con tipografías sin serif. Suelo cambiarla antes de empezar a escribir para que así sea.

A veces para no llevarme el chasco de una manzana paposa elijo directamente la verde.
Me molesta ver a algunas personas masticando chicle.

Mi ciclo en el amor, por ahora, es: “Ayer estaba enamorada. Hoy me autoengaño. Mañana va a ser un pelotudo”.

Me gustan los espacios que quedan entre algunos edificios.
Nunca viví en departamento.

Soy de guardar cosas que sólo puedo tirar el día que estoy desprendida (casi nunca, pero a veces si).
Lloro.

Hace 2 años descubrí lo placentero que es lavarse los dientes en la ducha.
A diferencia de los humanos, las cervezas las prefiero rubias y rojas.

Así como alguna vez tuve pendiente que mi pelo hoy esté así, ahora pelean cabeza a cabeza el curso de buceo y el viaje en globo.

Entre otras cosas iba a ser: maestra jardinera, profesora de educación física, maestra de música, guardavidas, cheff, licenciada en turismo, pero hoy soy esto.

Esta vez sí. (A mis queridos Boxers).


Taller de escritura
(por Gabriela Bejerman)
texto 6



Porque te fuiste a comprar cigarrillos y no volviste.
Por eso cada tanto te puteo.
Los puteo.

Bueno, vos literalmente podés haber ido a comprar cigarrillos. Vos no, ya sé que no fumabas, que tenías bronco espasmos (o algo de eso, ME ACUERDO). Y vos, vos fumabas pero jamás comprabas. “Todo lo que se fuma tiene que ser un regalo de la naturaleza y si no, no merece ser fumado”. Casi que lo tengo tatuado en la mente.

Puedo dedicarles un párrafo a cada uno o citarlos con su marca de calzoncillos favoritos. ¿Qué prefieren?
OK.
Vamos con los calzoncillos. Sabía que iban a preferir esta opción. Nunca se bancaron más de dos líneas sobre verdades de ustedes mismos.
NO.
Ninguno de los tres. Por eso no nos seguimos viendo. Bah, a Eyelit lo veo cada tanto, es el único un poco menos cagón (sólo un poco) que no me eliminó de la vida digital. Por lo que respecta a mis otros dos amorcitos (Kevingston y Calvin Klein) no los vi más. Se esfumaron. Se los tragó la tierra. ¿A mí?
No. Yo sigo parada en la misma vereda. La de la esquina donde está el bar de Braulio. Claro… la esquina donde me dejaste plantada la última vez. ¿Te acordás Calvin Klein? Esa. Y sí, Eyelit y Kevingston también me siguen viendo. Los 3. Sí, sí. (¿Me tengo que emocionar?). No se van a poner celosos ahora. Siempre supieron que el anterior seguía leyendo mi blog. No van a hacer historia por eso ahora que los 3 hacen lo mismo.
Leen.
Me leen.
Se adueñan de mis palabras. Se creen todo.
Se creen que todo lo que escribo es para ustedes.
Se creen que siento todo lo que escribo.
Los conozco.
¿Literatura? ¿Personajes? No, ¿no?
Historias irreales, cuentos, fantasías… No. Tampoco.
Hace rato que lo sé.
Digo, que sé que me leen y que piensan que cada movimiento que hago lo hago pensando en ustedes.
Bueno, les marco el primer error: los tres piensan exactamente lo mismo. Así que, y como para empezar, ahí está el primer punto por el cual les afirmo chiquisss: están equivocados.

A veces pienso si sería conveniente presentarles a Dufour. Él ni me lee, ni piensa todas esas cosas. Es un poco más coherente. Entiende el término “ex” tal como lo define la RAE. ¿Entienden? “…que fue y ha dejado de serlo”.
Bueno. Gracias a eso y a algunos otros detalles más, él se ganó el mayor porcentaje de textos dedicados.
Por lo general todos los que vos, Eyelit, asumís son para vos. Bueno, no. Son para él. Por él. Vos tenés 4. Kevingston 5 o 6 (uno ya ni me acuerdo por qué lo escribí) y Calvin tiene 2. Si suman, digo, si un día se juntan a sumar, a tomar algo, les va a dar un total de 11 o 12 textos dedicados. Con este 13.  Para que no tengan que ir y contar cuantas entradas hay en mi blog les cuento: ahí viven cerca de 400 entradas. 400 textos. 400 historias de fantasía. Personajes inspirados en ustedes: 13. Sólo 13. 13 de 400. ¿Poco no?

Eyelit estás sintiendo algo de culpa. Lo sé. Te puso triste.
Kevingston acabo de derribar tu ego con tres palabras. (Un vez más derribe tu ego).
Y Calvin Klein seguís pensando que miento. Que sos mi musa.
Mil perdones.
Sólo quería que lo sepan. Saben que no me gusta mentir. De hecho, ya no somos nada por esa necesidad mía de decir todo el tiempo la verdad, igual los dejo seguir pensando que todo, todo, TODO lo que escribo es para ustedes. Estimulado por esa relación que alguna vez fue. Inspirado en ustedes… Bueno, en vos.      

Opciones. Desconectar.

Abrió el grifo. El vapor inundó el pequeño cuarto de techos altos. Las baldosas blancas estaban más frías que las negras, así que se desnudó parada sobre la ausencia de color.
Apenas el agua rozó su piel sintió algo de rechazo. Dolió. Pero tan rápido como el vapor se había apoderado de cada centímetro, el cuerpo se acostumbró y hasta sintió placentera cada gota que chocaba en él.
A la izquierda: una hilera de azulejos blancos del tamaño de una palma promedio, empezaban a ganar textura salpicados por la espuma que saltaba de esos descontracturados rulos negros.
El agua seguía cayendo.
Golpeando.
Haciéndose presente.
Interrumpiendo ese pensar que contaba la historia de esos que olvidan rápido con lo que a otros les cuesta olvidar.
No te habías enamorado de un par de ojos verdes.
No te había seducido un cuerpo socialmente aclamado perfecto.
La sonrisa que habías amado era pura. Como el blanco de las baldosas, los azulejos y la espuma.

El agua caía algo más fría que hacía un rato.
El vapor ya no era impenetrable.
El pelo lacio corría de un lado al otro escapándole a los finos chorros de agua que insistían con llevarse algo sin demasiada potencia.
Cerró el grifo. 13 minutos más que no la habían dejado olvidar.
Se enrolló en una toalla fucsia y fría. 2 gotas jugaban una carrera desde su hombro hasta la muñeca. En la mitad del recorrido se fundieron dejando solo una, y antes de volver a separarse, la toalla se la llevó.

Así olvidan algunos, pensó. Mientras los demás imaginamos como hubiera terminado la carrera.

Chincho poroto

Cada tanto no entiendo ni cómo, ni por qué.
Cada tanto no me gusta vivir sintiendo.


teléfono

Su corazón no la olvidó.
Es su mente la que intenta deshacerse de ella.
De cada instante que vivieron juntos.
De cada secreto sellado con la mirada.
De cada saludo como si nada pasara.

Un teléfono que suena y nadie contesta.

La mente decide.
El corazón duerme en silencio subordinado a ella.
¿Sufre?
No.
Llora.
Anhela poder ser el de antes.

El teléfono vuelve a sonar.
Ella sabe que él lo escucha.
La escucha.
No atiende.
Su mente vuelve a jugarle una pulseada al corazón.
Gana.

Nadie contesta. Ella duerme tranquila.
Sabe que cualquier día otro gana la pulseada y el corazón no se olvida los números de teléfono que la mente borra.

Eva.



Se desvistió suavemente y tomando el pote de crema con olor a abuela que tenía a medio llenar sobre la repisa se embadurnó, primero las piernas y luego el torso.

Aún un poco pegoteada se metió en la cama.

Un acolchado pesado hacia las veces de abrazo. Cerró los ojos.

Los abrió.

Dos puntos de luz se divisaban a través de una persiana imperfectamente cerrada.
Un reloj de aguja sonaba invisible del lado de la pared de la mancha de humedad.

Cerró los ojos y no tuvo cita más que con su mente.

Una mente que hoy jugaba a los flashback de telenovela.

Una mente que hoy no iba a hablar.

No iba a proponer.

No iba a plantear.

Hoy sólo iba a recordar hasta quedarse dormida en el beso de esa tarde que se hizo noche en una esquina de la calle Tucumán.




Otro antes.

Cada tanto se pregunta si seguirá usando el mismo perfume.

(No lo sabe)

Pero cuando lo siente recuerda los besos que le daba por abajo de la bufanda rayada marrón y celeste.



buen día


Amanecer
como amanece el sol en la hierba
con un abrazo suave
con una caricia que sonríe
con los ojos pegados que ven sin mirar
con tus hoyuelos diciendo buen día
y tu peinado despeinado que dice un rato más.
Pensé en abrazarte
pero me gusta verte
verte dormir
verte remolonear
verte en cualquier estación.
Me acostumbré a vernos sin mirar
a sentirte sin tocar, me acostumbré
y no me molesta la rutina
si tu sonrisa es rutina
si tus ojos color avellana tienen ganas de decir buen día
siempre a la misma hora, siempre después de un recuerdo lunar
sólo quiero seguir sintiendo el sol
sólo quiero seguir sintiendo.




pretérito imperfecto

Me encantaba que me encantes.
(Pensó mientras miraba desde la ventana del colectivo la esquina donde se habían dado su octavo beso.)



El mal uso de un te amo. (O del "te amo")

Plantear esta teoría acá va a alejarme un rato de los personajes y las historias. Va a dejarme sin esos mail de mis amigas preguntando a quién le estaba dedicando ese post o quién era el personaje que no era yo. Va a dejarme sin twits amenazando que tengo que contar algo que al parecer no conté, pero un post que surge en un colectivo hay que postearlo. Es así y no se discute.

Y acá estoy como un ser al que le choca leer "te amo" por todos lados.
¿Realmente todos se aman?
(Mi primer esbozo de pensamiento asegura que no, si los cuerpos estuvieran emanando tanto amor no nos molestaría subir al subte en hora pico, sería una fuente tan grande y potente de amor que claramente no nos molestaría, casi que no quedaría molécula de aire sin amor, y sin embargo nos molesta, por ende mi primer esbozo de pensamiento no debe estar tan errado.)

Lo que plantea mi teoría o este simple análisis que hace algunos días está rondando en mí ser es lo siguiente:
“Al haber malgastado tanto las palabras ya no significan lo que antes.”

Entonces me pregunté (en una de esas charlas entre mi cerebro y mi corazón en la que suelo ser una simple espectadora de un show –según el día- cómico, dramático, de terror, romántico y vaya a saber cuántas categorías más) ¿Cuándo fue la última vez que de verdad sentiste que amabas a ese ser al que le estabas diciendo te amo?
(Y me lo pregunté a mí en mi charla, en mi show, pero también pretendía las respuestas del mundo, tuyas, de él y de ella.)

No estoy en contra de que la gente se exprese su amor (exceptuando las expresiones amorosas que se convierten en desagradables al tomar como escenario los transportes públicos) pero ¿de verdad lo sienten?
(Acá puede venir la parte del post en la que pensás que mina insensible, no siente nada, y cosas por ese estilo, pero tal vez porque siento lo escribo).

Eso. (Nota mental). Porque siento, lo escribo.

Una vez escribí en un mail "te quiero" y en realidad iba un "te amo". (Usé más letras y mentí). No sé por qué no escribí lo que realmente sentía, quizás por creer que para algunos las palabras todavía significan lo que significaban.
Posiblemente un destinatario “x” hubiera hecho caso omiso de mis sentimientos al creer que sólo se trataba de una frase hecha, común, cotidiana, pero como sabía que no era uno de esos típicos destinatarios, no me animé.
(Y las últimas 3 palabras se las dedico a todos mis amigos que aseguran que cuando siento, me mando, y “me mando” es con todo lo que eso signifique).
Retomo y pienso. Seguro que lo amaba porque no era uno de esos típicos destinatarios.

Entonces para algunos escribir esas dos palabras es casi tan difícil como sentirlas.
(y para otros es la firma automática de mails, sms, comentarios de Fb…). Suspiro. Recuerdo. Pienso en la última vez que dije te amo. (Pienso en esas veces que debería haberlo dicho). Pienso en esa última vez que lo sentí. Sonrío. Recuerdos. Recuerdos. Recuerdos. (No voy a llorar, pienso). No lloro. Ahora no. Suspiro profundo y me alegro por pertenecer al grupo de los que sienten.

Volvamos a usar el te amo con ese retorcijón de panza y ese “cerrando los ojos tal vez la tierra me hace desaparecer”.
Volvamos a sentirlo.




Mano y contramano.

¿De qué lado querés?
Al lado tuyo está bien, le dijo.

Entonces él durmió 63 años del lado de la puerta y ella del lado de la mesita de luz.

Olympus Tough 8010

En el fondo los dos tenían las mismas ganas.
Pero él tiene miedo de ir para abajo y a ella le gusta bucear.

MARIEL


Mariel es una puerta sin cerrar.
Eso es lo que dijo Belinda en el té
del pasado jueves y nadie refutó su teoría.
Té al que Mariel, por un dolor de cabeza, no asistió.

Mariel tiene 73. Cumple 74 en la próxima nevada. Luce una cabellera gris tornasolada que se corta recta y perfecta 7 cm abajo de los hombros. Su melena voluminosa es la razón de cientos de charlas que terminan concluyendo en que “así está bien” (y así la lleva hace ya 6 años).

Pero el jueves nadie refutó la teoría.
Y es que como toda teoría de Belinda siempre hay una explicación por la que nadie objeta, más bien, asentimos. Y esta vez, como casi siempre, la respuesta fueron los hombres, o mejor dicho: el amor.

Mariel se enamoró por primera vez cuando tenía quince años.
Se enamoró por primera y única vez cuando tenía quince años.

Después tuvo 2 novios. A los 27 se caso con el segundo.
Se separó.
A los 40, en esa fabulosa etapa en la que te descubrís vieja y no tenés idea de vejez se fue a vivir con un hombre 17 años mayor. Y hoy, vive sola en una de las pocas torres que quedan en el barrio.

Ni del primero.
Ni del segundo.
Ni del último.

Ella no volvió a enamorarse nunca.

Y al primero lo quería, pero añoraba a su amor adolecente.
Al segundo creyó amarlo. Pero uno no ama si vive enamorado de un recuerdo.
Y al último lo hizo feliz.

Mariel nunca acepto que su único amor fue ese jovencito de diecisiete años.
Mariel nunca cerró esa puerta.
Por eso no se volvió a enamorar.

Sus consejos aún hoy siguen remitiendo a historias de ese invierno de 1954.
Un invierno que para todos duró cuatro meses y para su corazón aún perdura.


Un viaje y una canción


El cielo indicaba que la ciudad dormía.
Pero ellos no.

Reunió a sus dos amores,
y durmió con uno,
como si lo conociera de algunos otoños atrás.
Y soñó con el otro,
mezclando sueños que ya había soñado.

El cielo indicaba que la ciudad despertaba.
Pero ella no.

dos y dos son cuatro (y ocho, dieciséis)

Ella. Él. Él. Ella. Ella. Ella. Él. Ella. Ella. Él. Él. Él. Ella. Ella. Él. Ella.
(y así)

extemporáneo

"Sos demasiado joven" le dijo.
Y ella comprendió que volvía a vivir a destiempo.

chau


Hay días en los que no sólo termina el día.
Ese fue uno de esos días.

La ciudad se sumergía poco a poco en una profunda oscuridad mientras los últimos hombres de traje desaparecían tan fugazmente como cuando la lluvia decide mojar.

Esa noche dos mil ochocientos kilómetros los separarían.
Y después de unos días, todo se reduciría a veinte minutos en el 39.

Ya no serían un mate, una canción y un hasta mañana.
Ya no serían un hola, una charla y un beso.
Ya no serían rutina.

En sus ojos brillaba una fina capa transparente.
Tan pura y tan frágil como el cristal.
Como un cristal a punto de romperse.
Ella no recordaba haber visto esos ojos bañados con el rocío típico de una mañana de invierno.
Él no insistió demasiado con no romper el cristal y en un abrir y cerrar de ojos se hizo añicos.

Bajaron veinte escalones al ritmo del que añora lo que deja atrás.
Sus palmas se fundieron sin querer, como si no quedara nadie alrededor.
Él le robó un beso que el mundo nunca vio.
Ella sabía qué hacer con los ladrones.

Uno por la diagonal, el otro por la calle del gran café.

La brisa los separó.

Se pidieron el uno al otro en la distancia.
Se sintieron.
Se extrañaron.

Desde esa noche se persiguen en los sueños.
Se aman en el mundo del no sé,
Y ella guarda los besos que nadie le robó.


PIEDRA

Cada tanto te veo y un octavo de mi entristece al percibir que ya no sos el que eras antes de aquella luna.
Al ver que tus facciones ya no tienen ilusión
y sentir que tu sonrisa intenta pero no le sale.
Al sospechar que tus ojos quieren engañarnos,
pero tu mirada pide a gritos lo contrario.

Cada tanto te veo y otro octavo de mi me pide en secreto que te ayude a encontrar lo que perdiste.
Que intente que una charla,
Que un abrazo,
Una mirada.

Y aunque a este corazón ya no le quedan octavos para vos,
le gustaría verte feliz.

futuro

Él y ella piensan eso.
Yo no sé qué pensar.
Él lo sabe.

Quizás. Quizás. Quizás. (capítulo 3)

Cada tanto te imagino.

Me imagino.

Nos imagino.


Creo en esas historias.

Historias tan irrealmente reales.

Historias en las que te daba miedo que me gustara viajar,

y nunca entendiste que podíamos hacerlo juntos.

Historias en las que no entendías como tu sonrisa era de los dos,

pero podíamos dormir a carcajadas.

Historias que duraban una noche,

y nos desvelaban semanas.


Cada tanto te recuerdo.

Las recuerdo.

Nos recuerdo.


Cada tanto te extraño,

y me resulta extraño,

que después de tantas historias

seas para mi un extraño.



Un pirata y un lord francés.

-cualquier similitud con la realidad es pura consecuencia-


Esta es la historia de un pirata. De un lord francés. Y de un cuore.

Un cuore que conoció a uno.

A otro.

Y se enamoró.

Como se enamoran los pies del verano. Así.

Sencillo.

Tarde.


El pirata era un hombre impenetrable.
Corrección: el pirata para el mundo era un hombre impenetrable.

Un hombre con una mirada segura, hasta que alguien demostrara lo contrario.

Y el cuore lo demostró.

Y así termina esta historia. (Esta parte de la historia).

Y jamás encontrarán el fragmento así contado en la bitácora del complicado capitán.

Él es un hombre impenetrable.


El lord francés era otra cosa.

Me atrevería a decir lo contrario.

El lord francés era un hombre misterioso.
Temo que hasta a él mismo le intrigaban ciertas cosas de su vida.

Y el cuore que vagaba sin más altibajos que algunos cuentos de piratas, sintió una extraña sensación. Y se metió en el misterioso mundo del lord francés.

Y algunos dicen que sigue perdido allá adentro.

Otros aseguran que lo han visto emborracharse en un bar oculto de una ciudad perdida.

Y unos pocos señalan que el cuore se ha tomado unas merecidas vacaciones después de descubrir con veracidad ínfimos misterios del lord.


Yo no puedo contarles donde está hoy.

Pero está.

Y les aseguro: es un cuore aventurero.