Peter Pan cree en las hadas. (Yo también).

Cuando era chica creía en la magia. En esa serie de cosas fantásticas que ocurren por el solo hecho de creer en ellas.
Creer en que un viejo barrigón que vive encerrado todo el año podía dejar regalos en todo el mundo al mismo tiempo… un tanto imposible para los ojos de la lógica, pero yo veía regalos en mi casa, en la del vecino y en lo de mis primos. Y si, el gordo y sus renos lo habían logrado otra vez.
Creer en una carta que aparece, en el canto de una sirena, en la sarcástica maldad de un duende.
Creer que existen.

Un par de años después entiendo algunas cosas, y en realidad, el mundo de los grandes no quiere que creamos. Tienen miedo de que aprendamos a ver más allá de lo que se ve. Quieren mantenernos ajenos a un mundo que, al fin de cuentas, resulta menos mentiroso que el que ellos eligen vivir y donde quieren que vivamos todos (excepto los niños: algo de compasión les queda).

Entonces llega el momento donde tenés que elegir: vivir como los grandes, en un mundo donde una luz roja significa detenerse, fabrica una o múltiples puteadas y nos deja infinidad de caras de orto por esquina.
O desafiarlos y seguir creyendo, y ver como el rojo se transforma en amarillo, y el amarillo en verde, sin que nadie los pinte, reflejando aquella magia que hace que el gordo y sus renos lo logren cada año.

Hoy (algunos dicen que) soy grande. Pero elegí desafiar a aquellos que insistían con archivar mi imaginación. Elegí creer en las hadas y en esa serie de cosas maravillosas que existen solo por el hecho de creer en ellas.

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