Vivíamos uno enfrente del otro.
La diagonal entre mi ventana de la cocina y
la suya del comedor era el callejón perfecto para nuestras miradas que rara vez
hacíamos coincidir. Preferíamos mirarnos por turnos. Era uno de los tantos
pactos implícitos que habíamos hecho desde que yo me mudé al departamento de la
calle Concordia.
Solía empezar él, cuando yo todavía en
pantuflas tomaba mi té con leche combinado con dos tostadas –casi siempre
quemadas– con manteca y mermelada de damasco. Seguía yo, me gustaba sumergirme
en su concentración mientras revisaba los mails sentado en el sillón. Ya le
conocía todas las muecas y podía hacer un resumen rápido acerca de cómo iba a
estar durante el día según las noticias de su bandeja de entrada.
La diagonal entre mi ventana de la cocina y la suya del comedor era el callejón perfecto para nuestras miradas que se estaban acostumbrando a coincidir.
Hace cinco días le llegó un sillón nuevo.
Hace tres días reubicó los muebles del comedor. Hace dos té con leche que
extraño la diagonal. Hace 4 tostadas que no se me queman.
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