Había hecho tres pasos por la vereda de los pentágonos
grises.
Su abrazo me cautivo. Hice más lenta mi marcha. Necesitaba
contemplarlos un poco más.
Estaban fundidos en la vereda como si hubieran terminado de
rodar por una colina de pastos suaves.
Se escucharon pasos con ruido a llaves y un “Vamos Mati”.
El abrazo se deshizo.
Matias se paró y caminó hacia la derecha atrás de su papá.
El perro negro del garage de enfrente de la vía hizo lo
mismo, y caminó hacia la izquierda metiéndose entre los autos.
Sabían que mañana podrían seguir jugando.
Caminé derecho. La vereda de los pentágonos grises había
terminado.
Como el abrazo de aquella madrugada en la esquina de
Arenales y Billinghurst.
No hay comentarios:
Publicar un comentario